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Nudos de la Vida Común. El Poder de las Narrativas Colectivas. Primera parte.

“Pero Jace —replicó ella—. Todos los cuentos son ciertos.”

  • Cassandra Clare

Las historias que nos contamos juegan un papel determinante en nuestra percepción de la realidad, nuestras emociones y por ende, nuestro actuar. Esto sucede en lo individual, pero también en lo colectivo. En países con bajos niveles educativos como el nuestro, esto resulta especialmente  preocupante pues predomina el pensamiento mítico sobre el crítico.  De esta manera, las narrativas populares dan forma a nuestra cultura y explican bastante nuestra vida común.

Desde la antigüedad, se ha reconocido el poder de las historias para transmitir ideas, costumbres y valores.  De hecho, antes de la escritura, el conocimiento de un pueblo se transmitía de generación en generación, a través de narraciones orales.

Las fábulas de Esopo son parte de nuestra infancia. A través de ellas aprendimos valores como la perseverancia en la célebre competencia entre la liebre y la tortuga, o como el premio de la amistad recíproca, en la historia del león y el ratón.

Hay cuentos como los de princesas y hadas, que hoy se cuestionan y empiezan a ser reescritos, pues han dado pie a concepciones débiles sobre la mujer.  Por ejemplo, que su valía radica en su belleza, sumisión y bondad y que un príncipe llegará a rescatarla de cualquier mal y la hará feliz.

Las historias conectan poderosamente con las emociones humanas y así han resultado un jugoso y manipulador negocio en varios contextos.

Por ejemplo, para las empresas televisoras, especialmente de transmisión abierta, las telenovelas les generan sus mayores ratings.  Desconozco la trama de las telenovelas actuales, pero en mis tiempos, éstas  creaban un mundo de drama donde la historia recurrente era la de una mujer pobre que lograba la movilidad social gracias a que sus encantos conquistaban a un joven rico, y que para poder consumar su amor tenían que luchar contra las diferencias sociales.  La cultura de oposición entre los niveles socioeconómicos y el machismo se cocinaron a fuego lento.

También están los programas en que la vida se resuelve milagrosamente, manoseando sin ninguna vergüenza las creencias religiosas y fortaleciendo el pensamiento mágico, donde los logros provienen del deseo vehemente y la bienaventuranza más que del esfuerzo propio. Y así surge toda la corriente de creencias donde solo basta pensar positivamente para atraer riqueza, amor y felicidad, y donde la responsabilidad individual sobre el destino propio se reduce a un deseo ferviente.

O aquéllos shows supuestamente en vivo, donde el morbo se alienta con la presentación de controversias entre personas y los conductores se erigen como héroes dando sentencia y pretendiendo que su perspectiva de la vida es el estándar que todos deberíamos seguir. Entonces, los televidentes  quedan convencidos de que juzgar a los demás con nuestra propia vara es lo correcto, y se alienta la condena y la intolerancia a quienes viven el lado opuesto de la historia.

Finalmente, se trata de un modelo de negocio antiguo, donde se venden espacios publicitarios cuyo precio se determina por el rating alcanzado por el programa transmitido.  A los dueños de estas empresas no les interesa el impacto de este contenido en la conducta social.  Pero como sigue siendo muy lucrativo, este modelo se ha renovado en las redes sociales. 

Ahora, se crean personalidades con un discurso armado de manera más o menos lógica, y se convierten en líderes de opinión. Sin respaldo científico ni rigor profesional, emiten mensajes donde sus testimonios son el soporte de hipótesis que ostentan como la verdad que se quiere ocultar y surgen así las teorías conspiranoicas, ya sea sobre la economía, la vacuna o los opositores políticos.

Somos los mismos consumidores manipulados desde hace décadas, solo que ahora nos creemos inteligentes.

El problema, amable lector o lectora, no son las historias, pues estas siguen siendo un recurso educativo muy noble. El problema es que somos una sociedad que no ha cultivado su inteligencia y que no ha madurado emocionalmente. 

Según Kieran Egan[1], el desarrollo de la persona pasa por diferentes fases de comprensión del mundo. En los primeros años de vida, entendemos el mundo a través de los sentidos. Es la etapa de la comprensión somática, donde las sensaciones detonan nuestras respuestas emocionales. Posteriormente, los cuentos que nos platican en la edad preescolar – como las fábulas – nos ayudan a entender el mundo, pasando a la etapa de la comprensión mítica. En esta fase, la realidad es percibida como opuestos binarios y las imágenes mentales se construyen a través de metáforas, que se alimentan del misterio y del asombro.

También puede interesarle: Nudos de la vida común. Amistad y trabajo.

Cuando aprendemos a leer y escribir, inicia la etapa de la comprensión romántica. Aquí, nos insertamos al mundo del conocimiento formal, tendemos a asociarnos con lo heróico, y nos apasionan los extremos y los límites de la realidad. Esta etapa concluye con la adolescencia, caracterizada por la rebeldía, el idealismo y la humanización del significado.

Existen dos etapas más, la comprensión filosófica  y la irónica. En la primera es donde generamos metanarrativas propias, que nos permiten generar una apuesta a lo que creemos seguro. Es aquí donde creamos nuestra propia versión de la vida. En la segunda, es donde adquirimos la capacidad de reflexionar y tener un pensamiento flexible y crítico que permite aceptar e integrar diferentes perspectivas.

Si le damos crédito a Egan y comparamos el itinerario de desarrollo de la persona con la evolución de la sociedad, parece que en nuestro país estamos estancados en la etapa de la comprensión mítica, lo cual coincide con los bajos niveles de lectura del país. Es decir, somos una sociedad que actúa por los cuentos que nos platican en una conferencia mañanera, por una imagen en una red social, por videos compartidos en servicios de mensajería instantánea y por los chismes del barrio. No indagamos, no evaluamos la información de manera crítica, sino que nos dejamos arrastrar por aquél que adoptamos como guía cuasi espiritual.

Hemos dejado de creer en la educación y al instrumentalizarla como una forma de obtención del sustento, la hemos denostado.  Si se trata de ganar dinero, hay muchas formas de hacerlo. Pero para evolucionar como personas y como sociedad, la única herramienta real, decía Nelson Mandela, es la educación.

Tenemos dos opciones: la primera es tomar la educación en serio y rescatarla del secuestro de la política malintencionada de nuestro país, para que como sociedad salgamos de la primera infancia y empecemos a caminar hacia un pensamiento más crítico que permita romper con la tensión de lo binario y crear una vida común donde todos entremos y con oportunidades reales de una existencia digna. O empezamos a contar mejores historias.

Si me lo permiten, amables lectores, en la próxima entrega seguiremos platicando sobre nuestras narrativas colectivas.


[1] Filosofo educativa contemporáneo que ha influido notablemente en la psicología cognitiva.

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