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Nudos de la vida común. El trigo, la cizaña y la posverdad

Más que adaptarnos a la realidad, adaptamos la realidad a nuestras creencias. Para ello podemos llegar a rechazar los hechos y los datos.

  • David Redoli

Nuestra vida común empieza a teñirse con lo que se ha llamado la era de la posverdad. Esta palabra de reciente creación, describe el privilegiar las emociones y creencias de los individuos con el desdén o incluso el rechazo de los hechos y las evidencias objetivos. Podríamos decir que es el triunfo de la emoción sobre la razón. Sin embargo, trae un peligroso componente manipulatorio que influye tanto en la opinión pública como en las conductas individuales.

La posverdad se manifiesta cuando mi creencia y mi emoción son más válidos que la evidencia o el hecho. Como cuando justificamos nuestras posturas y decisiones porque “tenemos otros datos”, o como cuando un video en redes sociales me revela “información que ha sido ocultada” por la ciencia para explotar nuestros bolsillos. En uno y otro caso, defendemos una creencia -como que soy el bueno de la historia-, o bien,   una emoción, -el dolor de haber sido engañados-. Ciertamente, estas premisas y sentimientos pueden ser inconscientes e inocentes. El problema viene cuando  son utilizados con el objetivo de manipular a los demás, ya sea política o comercialmente.

Desde la antigüedad, la razón y la emoción han sido entendidas y juzgadas como una dicotomía polarizante y no integradora.  De hecho, antes de la construcción del término “inteligencia emocional”, los sentimientos eran la expresión de la debilidad humana, por lo que terminaban siendo reprimidos. Por el contrario, el conocimiento técnico y científico era el criterio de evaluación de las personas y del progreso social. La apuesta para el desarrollo eran los saberes y justo ahí fue cuando se creyó que en el tener estaba la felicidad. Esto no funcionó y miles de historias personales y comunitarias dan testimonio de ello.

Entonces,  al reconocerse el valor de las emociones y los sentimientos en la vida común se puso de manifiesto la importancia de gestionarlos de manera asertiva para elevar la calidad de nuestras relaciones interpersonales y con ello, las sociales.  Y justo ahí, en la calidad de nuestras relaciones, según estudios longitudinales -construidos con datos duros-, se ha encontrado que reside la fuente de la felicidad.

Sin duda, es un gran avance para la humanidad el crecimiento de la consciencia, el respeto y la validación de las emociones humanas. El problema viene cuando hacemos propia aquélla canción que dice que “una mentira que te haga feliz vale más que una verdad que te amargue la vida”.  Las mentiras emotivas son una distorsión deliberada de la realidad donde se manipulan creencias y emociones para sacar partido de ello.

La inteligencia emocional no significa irracionalidad, sino por el contrario, se trata del uso del entendimiento para gestionar las emociones propias y ajenas en un marco de sanidad y sanación, y no de manipulación.  El reconocer la presencia de una emoción ante un hecho, nos permite centrarnos en la persona y sus necesidades y resolverlas desde la realidad, no desde la ilusión de un discurso o una dádiva.

Trabajar nuestra inteligencia emocional, implica, entre otras cosas, distinguir entre el valor de la persona y el de sus ideas y creencias, por más emociones que nos detonen.  Asignar un valor a una persona por sus creencias atenta contra su dignidad, tanto si las compartimos o si no. Convertir una disidencia en ideas en una agresión personal, asumiendo que son los enemigos a vencer, es torpeza emocional.  Pero hay quienes, de manera paradójicamente inteligente, atizan el fuego del resentimiento social para ganar el apoyo público, independientemente de los resultados que esté generando su gestión.

En esta polarización política de nuestro país, parece que la cizaña de la posverdad está sofocando al trigo de la realidad.  La manipulación emocional que se escupe desde Palacio Nacional, está generando una respuesta del mismo nivel de parte de la oposición.  Los mensajes que emite la silla presidencial cada vez que algo le incomoda o amenaza con mermar su popularidad, están recubiertos de mentiras emotivas para avivar los ánimos de los seguidores, quienes activamente las defienden en las redes sociales por identificación con la emoción y sin cuestionar la razón. La cosa es que la oposición reacciona de igual manera, bajándose al mismo nivel de debate emocional y olvidándose de analizar de dónde surge este apoyo incondicional: un país donde la injusticia y la desigualdad se normaliza.  Lejos de generar propuestas para los problemas comunes basadas en conocimiento de la realidad, ofrecen respuestas llenas de ironía y temor. En ambas partes, la razón está ofuscada por la emoción, condenando nuestra vida común a un quiebre aún más profundo y doloroso para todos.

Los seres humanos somos las dos  cosas, razón y emoción. Más que un equilibrio, se trata de lograr una integración de ambas. Ninguna decisión racional debe ignorar el contexto emocional de la necesidad que se pretende resolver, pero solo se logrará una respuesta efectiva, óptima y sostenible, si se ponen los pies sobre la realidad leída desde los hechos y las evidencias objetivas, tanto en lo individual como en lo común. Nos toca hacer que el trigo crezca abundantemente entre la cizaña abrazando verdad y emoción.

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