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Nudos de la vida Común. El corazón de la inercia. Cuarta parte.

“Si algo he aprendido en la vida es a no perder el tiempo

 intentando cambiar el modo de ser del prójimo.”.

  • Carmen Martín Gaite

En esta serie acerca del cambio, hemos conversado, apreciables lectores, sobre cómo en el corazón de nuestras inercias está nuestra relación con aquello que es nuestro origen, con lo que identificamos como nuestra causa y nuestro cobijo, a lo que pertenecemos, pero sobre todo lo que creemos sobre esa fuente.

En la última edición de esta secuencia, les invito a mirar nuestras creencias sobre nuestra sociedad y buscar la relación con la situación actual de nuestro México y cómo estamos sumando para que así permanezca.

Nuestro México contemporáneo está gravemente herido por la división de sus hijos. Sí, esos que en algún tiempo vibraron por ser los soldados que Dios le dio. La visión se nos hizo corta y al ver a esta bella nación desde nuestra historia personal, perdimos identidad común. 

El México de los contrastes se empezó a construir en la conquista española, donde las diferencias se convirtieron en privilegio de unos a costa de los otros. En la época precolombina, por el contrario, las diferencias en oficios y roles eran la riqueza que complementaban a unos con los otros y donde se tejía la unidad al interior de los diferentes pueblos originarios.

Hoy, el privilegiado está convencido de que merece lo que tiene pues es el premio a su esfuerzo o bien, por el derecho divino que le confiere haber nacido en cierto grupo social.  Padece de un temor obsesivo de que alguien se lo arrebate.  El sector desfavorecido explica su situación por ser víctima de un sistema al que él mismo le ha conferido todo poder y al cual sigue alimentando. En ambos casos, el otro, es el enemigo.

El grupo privilegiado no quiere identificarse con la pobreza económica de nuestro país e ignora la pobreza social, de la cual él mismo forma parte con esta división. El grupo desfavorecido asocia la riqueza con inmoralidad y la corrupción histórica y se identifica con lo que se oponga a ellas,  pero se niega a ver la podredumbre actual para no caer en una disonancia.

El México privilegiado valora el esfuerzo y el mérito, justifica las diferencias y clasifica a las personas de acuerdo a su propia regla y así es como reparte beneficios. El México desfavorecido intuye la igualdad como consecuencia de la dignidad humana pero no asume su corresponsabilidad en la construcción de condiciones de vida.

Los mexicanos privilegiados adquieren competencias intelectuales para garantizar que sus afanes perpetúen sus comodidades. Los mexicanos desfavorecidos ven la educación como un requisito para mantener sus derechos. En una distorsión de esta lucha por un mínimo, hay quienes han abusado de esta última premisa, convirtiéndose en dinosaurios que en su edad adulta permanecen viviendo mantenidos por el erario en casas de estudiantes o bien,  se suman a las filas de la burocracia donde tener un plaza es igual a garantizar el depósito de la quincena, sin necesidad de desgastarse trabajando.

El privilegiado vive con miedo de perder lo que tiene; el desfavorecido, envalentonado por ser multitud. Y nada une más que un adversario, lo cual está siendo fuertemente capitalizado por los grupos políticos actuales: asumiéndose como víctima del INE o haciéndose pasar por  el favorito de la maestra por ser quien sigue las reglas.  

Ese es el comportamiento social que estamos teniendo como resultado de nuestra percepción de lo que es nuestro México, de una identidad basada en el privilegio y la victimez, de valores que compiten entre el esfuerzo y el derecho, del enfrentamiento entre la lógica de la razón y la de la emoción y el instinto.

Al no compartir más una visión común como mexicanos, la identidad, las creencias y capacidades caminan por rutas separadas, con realidades marcadamente distintas y alejadas, pero sobre un mismo suelo.  Esta falta de comprensión de que nuestra vida común está fracturada desde el origen sólo nos lleva a una amarga guerra donde los ganadores son temporales, pues lo único que se hace es cambiar los privilegios de plato de la balanza, el cual seguirá bajo el dominio de quienes ostentan el poder y no al servicio del bienestar común. 

México no va a cambiar en las siguientes elecciones por una sencilla razón: los mexicanos no estamos cambiando en nuestra forma de ver al país, pues únicamente nos estamos atrincherando en las creencias arraigadas en el sector donde nos identificamos y con ello fortalecemos las divisiones que nos van a mantener en una pugna donde todos perdemos.

Para cambiar a nuestro país, y con ello cambiar nuestra realidad, necesitamos ir al centro de nuestras creencias de lo que es México, dejando de pensar que somos un país corrupto y fracasado, y apreciar lo que sí es, un territorio de inigualable riqueza natural, con mexicanos llenos de creatividad, optimismo, talento y solidaridad. Necesitamos compartir una visión común, donde creemos un país igualitario, libre de discriminación, que garantice una vida digna para todos sin importar el código postal donde nació. Un país donde haya oportunidades para todos, pero también con responsabilidad de todos para crearlas y usarlas con decoro.  Necesitamos un país donde el único privilegio sea el de la vida y donde cada uno nos reflejemos en la mirada del otro pues vemos en él a un mexicano y no a un adversario. Necesitamos crear una vida común tan rica y amplia donde, a pesar de nuestras diferencias,  todos quepamos.

Para cambiar la realidad de México, necesitamos dejar de comportarnos como rivales paranoicos. Para modificar este comportamiento, necesitamos aprender a aceptar las diferencias y valorarlas como una riqueza que nos complementa, dejando de verlas como una amenaza. Necesitamos valorar la dignidad humana, para poder apreciar la propia y la de los demás. Necesitamos abandonar la creencia de que el nuestro, es un México perezoso y corrupto y reemplazarla por la de un México honorable y majestuoso.

El corazón de la inercia es aferrarnos a que nuestra mirada del mundo es la única correcta. Limitarla de esa forma, nos condena a no cambiar y así, perder la oportunidad de trascender.

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