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Nudos de la vida común. Caminar juntos

Yo soy una parte de todo aquéllo que he encontrado en mi camino

  • Alfred Tennyson

Vivimos una época teñida de radicalismo e intolerancia, que aglutina nuestros temores tanto personales como colectivos y que nos lleva no solo a construir muros, sino también, a buscar aniquilar o al menos repeler aquello que percibimos como una amenaza a nuestro status quo. El resultado ya lo conocemos, pues lo vivimos día a día en la división social que parece que su objetivo es tener vencedores y vencidos, para que los primeros dominen a los segundos y así se logre imponer una fórmula única de cómo debería ser nuestra vida común. Pretendemos, inútilmente, que se cumpla la ley del péndulo, donde la energía del caos termine por alinearse a uno u otro extremo, para que ahí encontremos una comunidad y una seguridad que reduzcan nuestras angustias, mismas que disfrazamos de y con poder. 

El problema de esta ruta es que apuesta a la exclusión y a la opresión de quien al final de la batalla, resulte ser la minoría o el conjunto más débil. La humanidad entera viaja en un único y mismo planeta, del cual, por derecho natural, nadie puede ostentarse como dueño y monarca. 

Sin embargo, la travesía de la vida nunca es en singular. Es una odisea colectiva. De hecho, ni el acto más autónomo del ser humano, como lo es respirar, es solo nuestro. Tomamos un aire que es común y nuestra exhalación es parte de la simbiosis de la vida humana y el medio ambiente. Lo que corresponde a nuestra naturaleza, es pues, caminar juntos, encontrando en la profundidad de nuestras divergencias, la unidad.

Necesitamos escarbar en nuestras diferencias, aflojando nuestra propia tierra y corriendo el riesgo de ser vulnerables,  dejando al descubierto nuestros miedos y oscuridades, pues solo así podrán ser iluminados para habilitarnos a cruzar el puente al final del cual podamos  encontrarnos con el otro. Valentía y humildad son la clave. La primera tiene buena cartelera, pero la segunda no tanto. Por ello resulta casi impensable que surjan líderes que nos movilicen a una vida común donde todos entremos y donde todos tengamos la oportunidad de lograr la meta superior: la felicidad, como sea que cada quien la defina. 

No obstante, en estos momentos, la Iglesia Católica, como institución religiosa universal, está dándonos una muestra de voluntad por ensanchar el camino común. El sínodo de la sinodalidad, es un ejercicio que empezó hace dos años, abriendo los temas que lastiman a nuestra vida común, para construir unidad a través de la escucha y el diálogo. En este proceso, han participado laicos y religiosos de todas las jerarquías.

Como organización humana, no está exenta de la división a que hemos hecho referencia anteriormente.  Las diferentes perspectivas también se atrincheran, amenazando con un nuevo cisma al interior de la Iglesia. A un poco menos de tres meses de distancia del sínodo de Obispos, cinco de ellos presentaron cinco dubia (dudas) sobre temas de la doctrina y la disciplina. Estos cuestionamientos, si bien pueden ser entendidos como un intento por hacer sucumbir el sínodo antes de llegar a esta cumbre del encuentro, también son una muestra de que para construir, no es requisito partir del oasis de la convergencia, y que por el contrario, las inquietudes son oportunidad de iniciar conversaciones que traigan luz al camino.

Más aún, las dubia ofrecidas por los cardenales y la apertura a la respuesta que dió el Papa como líder de la Iglesia Católica, han sido ocasión de hacer públicos los temas que ocupan al ministerio. Así, entre otras, las materias de este sínodo están la maduración del juicio de la Iglesia de cara a los cambios culturales y desafíos de la época; la intercesión para pedir la ayuda de Dios para vivir mejor a personas atraídas por el mismo sexo, sin que ello sea equiparable al matrimonio; la propia autoridad del sínodo, el ministerio sacerdotal de las mujeres y la comprensión del perdón como derecho humano y en su caso, la reevaluación del arrepentimiento como condición para otorgarlo.

Como podemos observar, amables lectores, se trata de temas delicados y álgidos, con análisis extraordinariamente complejos no solo desde lo humano, sino también desde la doctrina de la fe. No es ocasión de los nudos de la vida común argumentar sobre ellos, sino más bien contextualizar que las diferencias de posturas dentro de una Institución con una tradición tan antigua y extendida, no impiden que se reconozca la necesidad de su discusión. Al final del día, un diálogo realmente lo es cuando hay la disposición de escuchar y dejarse transformar por el otro.

Si la Iglesia Católica, con dos mil años de luces y sombras, es capaz de crear un tiempo y un espacio para dialogar, teniendo la escucha como único precepto para a partir de ello caminar en unidad, es probable que el resto de la humanidad también pueda hacerlo en las diferentes esferas de la vida para que podamos recobrar la paz y la esperanza. Si un esfuerzo colectivo de esta envergadura les suena utópico, estimados lectores, ¿qué les parece si empezamos con nuestro primer núcleo: nuestra familia, amigos o compañeros de trabajo? Tal vez no cambiemos el mundo, pero quizás si nuestra forma de caminar juntos a través de él.  

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