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Nudos de la vida común. La paraestatal contraataca. Segunda parte.

En la edición anterior abrimos una conversación sobre los nudos de las empresas paraestatales, que el gobierno actual en nuestro país busca fortalecer.

Pusimos en la mesa a las empresas productivas del sector paraestatal que dominan el escenario en estos días: PEMEX y CFE y comentamos sobre la creación de una expectativa de reducción de precios al consumidor, como medio de buscar el apoyo popular hacia ambos organismos.

El segundo argumento que ofrece el gobierno federal para impulsar su propuesta de contrarreforma energética, es la defensa de la soberanía del país.  En febrero de este año, sufrimos apagones importantes de energía eléctrica en 26 estados del país, afectando al menos 42 millones de usuarios. La suspensión del suministro eléctrico duró menos de 24 horas en periodos intermitentes en las distintas regiones. Aún así, ocasionó pérdidas del orden de 2 mil 700 millones de dólares tan sólo en los estados del norte.

Esa crisis dio visibilidad a la insuficiencia de la CFE para producir la energía que el país demanda.  El desabasto de gas natural en el vecino del norte, proveedor de este hidrocarburo para la CFE, se derivó de las fuertes nevadas que sucedieron en ese invierno y una pobre negociación entre los países sobre este suministro. Como sucede en la política, se trató de hacer leña del árbol caído y se buscó en su momento usar el hecho como justificante de la política energética que busca fortalecer la industria de los hidrocarburos en lugar del desarrollo de energías alternativas sustentables. 

De manera totalmente contraintuitiva, para tapar el pozo, cavamos más en él. Como la economía mexicana sobrevive gracias al petróleo, se sigue apostando a esta vieja fórmula. De hecho, la ruta sustentable representa una amenaza para la fuente de riqueza de nuestro país, que como todos sabemos, tiene sus días contados por tratarse de recursos no renovables.

La falta de energía inmoviliza a cualquier país. El temor que se busca ahuyentar con la actual política energética, es no depender de que otros países nos provean de la energía necesaria para cubrir la demanda nacional.

Como en nuestro inconsciente colectivo  cualquier relación comercial es un juego de ganar-perder, asumimos que el que vende está sacando ventaja de nosotros. Entonces, si no somos autosuficientes en la generación de electricidad e hidrocarburos, tememos caer en una dependencia de otros países y entregarles una poderosa carta de negociación que en cualquier momento podría ser usada en nuestra contra.  Mientras la cultura de los negocios de todas dimensiones, no cambie hacia relaciones de cooperación donde todas las partes ganan, ese miedo seguirá dominando tanto la política internacional como la de comercio exterior y de inversión pública y privada.

El corazón de la reforma eléctrica y la contrarreforma ahora propuesta, es precisamente el dilema entre la inversión pública y la privada. 

Hay diferencias muy grandes entre la administración de las empresas de particulares y las paraestatales. Como en las empresas privadas existen inversionistas que demandan una renta por el dinero que han apostado en el negocio, la forma en que se gastan los recursos son celosamente auditados y se buscan agresivamente estrategias para lograr ingresos altos y costos bajos. Existe rendición de cuentas y consecuencias por los malos manejos y resultados. Las utilidades son el resultado de la calidad de su administración y operación y son una motivación poderosa para hacer este tipo de empresas competitivas y eficientes.  Como se dice, el interés tiene pies.

En las empresas paraestatales, desafortunadamente sucede todo lo contrario. Como los recursos invertidos son públicos, la rendición de cuentas es hacia todos… pero ese todos es en realidad nadie.  El poder que representa y la oportunidad del acceso a la gestión de recursos sin dueño hace que la dirección de este tipo de empresas sea un cargo apetitoso.  Desafortunadamente, la autonomía de las paraestatales en este aspecto, abre de par en par las puertas a la corrupción.  En una partidocracia como la que siempre ha existido en México, el sostenerse en el poder depende de las lealtades. Así, amiguismo y nepotismo institucionalizan la corrupción, cobijada por sindicatos que se benefician de la misma. La meritocracia no existe en el diccionario político del país. Como consecuencia,  la gestión de estas organizaciones es tan torpe, que es más fácil cambiar una ley, incluso a nivel constitucional, que hacer los ajustes necesarios en los procesos operativos y en la organización, para hacerlas eficientes y productivas. 

Tratándose de empresas de interés público, la quiebra de las mismas afectan por igual a empresas paraestatales y privadas. Si quiebra la paraestatal, las cuentas se ajustarán en el presupuesto federal, reduciendo el gasto público y aumentando impuestos, instrumentos que frenan la economía y el bienestar ciudadano por igual. Si quiebra alguna empresa privada de interés público, como sucedió en el 1990 con el fobaproa, el gobierno tendrá que destinar recursos para no interrumpir los servicios y que la ya de por sí deteriorada economía del país, no se despeñe.

Tanto en el esquema paraestatal como en el privado, se privilegia el interés superior, más no así el interés común.  En el caso de la CFE el interés común no es a quien se favorece, sino garantizar un suministro energético que permita el desarrollo del sector productivo, a la par de proteger y regenerar el medio ambiente y mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos. 

Si buscamos el interés común, en lugar de encontrar las distorsiones de ambos regímenes de inversión, podemos construir a partir de las virtudes de cada uno. Ante la escasez de recursos públicos, podemos tener una industria energética sustentable, financiada con recursos de un origen distinto al gubernamental; donde el interés particular la haga eficiente y brinde servicios ininterrumpidos, de alta calidad y precios accesibles gracias a la competencia, pero a la vez, rindiendo cuentas con absoluta transparencia a un Estado más regulador y menos cómplice,  y que además, contribuya a la finanzas públicas a través de los impuestos.

Los mexicanos merecemos relaciones de colaboración entre lo público y lo privado, no de rivalidad; en el antagonismo, hay pocos vencedores y muchos vencidos. En la cooperación, todos ganamos y florecemos.

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