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Nudos de la Vida Común. El legado

Toda acción de nuestra vida toca alguna cuerda que vibrará en la eternidad.

Edwin Hubbel Chapin

Llega un momento en la existencia humana, – quizás cuando tomamos consciencia de que un día enfrentaremos nuestra propia muerte-, en que nos inquieta qué es lo que quedará de nosotros cuando ya hayamos partido de esta vida. Entonces pensamos en nuestro legado. El legado, sin embargo, es algo que se construye y se deja a lo largo de toda nuestra historia y que es recibido por cada una de las personas que pasan por nuestra vida; en el momento en nos cruzamos con ellas. Con frecuencia, no somos conscientes de que en cada interacción particular, estamos dejando una huella, para bien o para mal, en los demás.

Tradicionalmente, el legado ha sido visto como el patrimonio que se amasa a lo largo de los años y que se hereda a nuestra descendencia, quienes pueden seguir incrementando para que al pasar el tiempo, puedan verse algunas obras materiales con las cuales se pueda recordar a quien puso los cimientos. Puede ser una empresa, la casa de la abuela, las joyas de las tías, la biblioteca del padrino, las obras de arte coleccionadas por el padre  o el rancho familiar. Ciertamente, todo estos bienes son valores que perduran a través del tiempo y son un signo de que alguien existió, pero que ante un revés de los herederos, puede esfumarse y con ellos, la memoria que se pretendía dejar. 

Existen, sin embargo, otros tipos de legado que penetran en el alma de las personas y que resuenan de manera más contundente, no solo cuando dejamos este mundo, sino también cuando estamos en él.  Los actos de amabilidad y generosidad no solo permanecen en el agradecimiento de quien los recibe o los testimonia, sino que inspiran y mueven a las personas a replicarlos. Por el contrario, la amargura, la malicia, la indiferencia y el desamor, calan hondo en el ánima y producen heridas que modifican la autoestima, la visión de vida, las actitudes,  y hasta la personalidad de las personas que son afectadas. Nuestra forma de tratar y de hacer sentir a los demás, sin duda es un legado que grita fuerte nuestra calidad humana.

Lo mismo sucede con las empresas. Los colaboradores presentes y pasados son marcados por la empresa. Seguramente ustedes, amables lectores, han escuchado la frase  “ponerse la camiseta” como una actitud deseable por parte de los trabajadores hacia el centro laboral. En esta frase, se encierra la expectativa de un compromiso heróico por hacer todo lo necesario para el éxito de la organización. Sin embargo, la empresa no es un accesorio de las personas, sino que se inyecta en la sangre de las mismas, ya sea como un veneno o como una vitamina.  Cuando la empresa basa su operación en el abuso de los recursos y de las personas, cuela la animadversión hacia la misma, creando un legado de decepción y enojo. Cuando por el contrario, la empresa demuestra interés genuino en sus trabajadores y su comunidad, hasta el límite de sus capacidades, sucede todo lo contrario, crea identidad y agradecimiento, incluso aunque haya una separación inesperada.  Una empresa que crea conflictos ambientales y sociales en su comunidad, tendrá una reputación muy diferente a aquélla que impulsa el desarrollo, la cordialidad y la mejora en la calidad de vida de su entorno.  Aún cuando la empresa deba migrar, desaparecer o transformarse, la comunidad se encontrará en un nuevo estado de recursos que le permita continuar con el legado de crecimiento.

Las autoridades gubernamentales, quienes se esmeran en dejar placas por ciudades y territorios para que la posteridad recuerde su gestión, no están exentas de esta marca continua. Todas las administraciones públicas hacen historia, y desafortunadamente, en las últimas décadas, el legado de ellas ha estado asociado a las crisis económicas, sociales y sanitarias, al abandono de la población en desastres naturales, a la normalización de la violencia, el delito y la corrupción, a la postración del sistema educativo y a la omisión de respuestas ante el deterioro ambiental.

La historia se escribe en presente y cada uno de nosotros y nosotras, nos inscribimos todos los días en la memoria de los demás, ya sea como individuos, como miembros de una organización o como parte de la estructura de poder. Nuestra trascendencia, pues, no está en bienes o  monumentos, sino en el impacto que tenemos en la vida de los demás, y por supuesto, en cómo sumamos o restamos a la vida común.

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