La democracia es una forma de gobierno compleja, que requiere para su funcionamiento de delicados equilibrios. El poder se adquiere con el consenso social expresado con votos; la mayoría política tiene que coexistir con minorías, que son a la vez opositoras legítimas y corresponsables de la gobernabilidad; la división de poderes y la sujeción a los límites de la ley de todos los gobernantes suele dificultar la toma de decisiones, y su ejecución transcurre por procedimientos estrictos y vigilados por múltiples actores. Todo este entramado institucional hace complicado el ejercicio del poder, y no es raro que algunos gobernantes se impacienten, se irriten y traten de esquivar los límites democráticos.
Uno de los valores cívicos indispensables en la democracia es la tolerancia a la pluralidad política, el reconocimiento de los otros como competidores legítimos con los que hay que deliberar y tratar de acordar; cuando el acuerdo es imposible, al adversario se le puede rechazar, pero nunca aniquilar. Y en ese intrincado proceso de lucha política, consensos y desacuerdos, las palabras importan. La coexistencia democrática exige también un lenguaje democrático. Palabras como diálogo, acuerdo, negociación, concertación, competencia legal, deben sobreponerse a las antinomias de aliado y enemigo, patriotas y traidores, pueblo bueno y enemigos del pueblo y, en general, al insulto y los anatemas irreductibles. Porque la política se expresa por medio de palabras, las palabras que se emplean en el debate político deben tener contenido y forma democráticos.
Históricamente, muchos políticos se han beneficiado de procesos de polarización política. A la vez, hay evidencias de que las sociedades polarizadas, divididas sin mediaciones, terminan dañadas como un todo. Quien gana por un tiempo maldiciendo a los demás, suele terminar envuelto en un torbellino de odio del que nadie escapa.
Hay muchos episodios históricos que ilustran los riesgos y costos que conllevan los procesos y las estrategias de polarización. En la República de Weimar (1919-1933), los nacional-socialistas (nazis) de Hitler explotaron las frustraciones derivadas de la guerra, alentaron los prejuicios antisemitas y exacerbaron el nacionalismo, mientras los comunistas (inspirados en la revolución bolchevique) atizaban la lucha de clases, despreciaban al régimen democrático e incitaban a la revolución. Las fuerzas políticas moderadas y democráticas, como el Partido Socialdemócrata y el Centro Católico, quedaron asediadas por todos los frentes. Las instituciones se paralizaron, la República se hundió y se implantó la atroz dictadura de Hitler.
Casi al mismo tiempo, en España, la promisoria Segunda República de 1931 muy pronto fue presa de radicalismos y fracturas sociales sin retorno. Las reformas a la educación, las condiciones de trabajo y la propiedad de la tierra, impulsadas por republicanos demócratas y socialistas, enfrentaron una resistencia férrea de la oligarquía, la Iglesia y las fuerzas tradicionalistas. Desde el flanco opuesto, la impaciencia de las organizaciones obreras (socialistas, anarquistas y comunistas) contribuyeron a la inestabilidad política y al desorden social. La acción parlamentaria se bloqueó. El debate político se crispó. Los contendientes dejaron de referirse unos a otros como republicanos, liberales, socialistas, radicales, conservadores o monárquicos, para tacharse llanamente de “rojos” o “fascistas”. El lenguaje republicano cedió el paso al lenguaje de guerra. Y ésta sobrevino. Hundió a España en un baño de sangre y trajo consigo una dictadura feroz de más de tres décadas. Para Franco nunca hubo opositores legítimos; los que no estaban con él eran rojos, enemigos de España y de su tradición. Una de las primeras acciones de la transición democrática española fue cambiar el lenguaje. La palabra concertación ocupa desde entonces un papel estelar.
América Latina también es pródiga en ejemplos de polarización destructiva. La revolución cubana, emprendida inicialmente para restablecer la democracia, interrumpida en 1952 por el golpe de estado de Batista, en unos cuantos meses se convirtió en una dictadura revolucionaria que excluyó y persiguió cualquier forma de disidencia. El lenguaje también hizo su parte: los disidentes no podían ser sino mercenarios, y los exiliados fueron llamados “gusanos”. El lema oficial “Socialismo o muerte”, además de su cariz necrofílico, trasluce un mensaje amenazante. La pluralidad natural de toda sociedad moderna quedó enterrada bajo una unanimidad tan forzada como ficticia. Con variantes, el venezolano Hugo Chávez apostó igualmente a la polarización: los opositores nunca fueron tratados como adversarios legítimos, y más bien les endilgó insultos como “escuálidos”. Chávez fue exitoso en detentar el poder hasta su muerte, pero Venezuela se arruinó. Las dictaduras militares de los años sesenta y setenta también se prodigaron en descalificar a los disidentes como enemigos de la patria y justificar así su aniquilación.
Más recientemente, el fenómeno de Donald Trump dio muestras de que hasta una democracia sólida puede ponerse en riesgo a fuerza de dividir a la nación entre los buenos y los malos, los propios y los extraños. Y no hay que olvidar que el arma más corrosiva de Trump fueron las palabras, disparadas todos los días por medio de Twitter. Casi nadie se salvó de sus insultos. La sociedad estadounidense quedó preñada de odio y dividida como nunca. Nadie sabe cuándo sanarán esas heridas.
Las palabras importan. La democracia necesita un lenguaje democrático.
