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Nudos de la Vida Común. El corazón de la inercia

“Si algo he aprendido en la vida es a no perder el tiempo

 intentando cambiar el modo de ser del prójimo.”.

  • Carmen Martín Gaite

En la edición anterior, estimados lectores, conversábamos de la dificultad de llevar a cabo cambios en la vida común y proponía el modelo de niveles neurológicos como un marco que nos puede traer luz en la comprensión de las inercias que limitan la transformación personal, empresarial y comunitaria. En esta ocasión les invito a reflexionar conmigo sobre el cambio a nivel individual.

El primer factor que amaga el cambio personal es la ceguera sobre lo que nosotros aportamos para que una situación adversa permanezca. Cuando nos encontramos en circunstancias desfavorables o bien, que no corresponden a nuestros valores, creencias, anhelos e incluso derechos, experimentamos emociones que contraen nuestras energías tanto físicas como emocionales y mentales. Sentimos incomodidad, enojo, frustración, temor, decepción, amargura, etcétera.

Como mecanismo de defensa, trasladamos su origen y dominio a alguien o algo ajeno a nosotros, tratando de aliviar la turbulencia que pasa en nuestro interior. Y esto, resulta una trampa feroz, pues asociamos la causa con la responsabilidad y en una también natural tendencia a invocar nuestra inocencia, dejamos de dar respuesta a la situación.

Así, abdicamos nuestro poder personal, nos asumimos víctimas y por ende, merecedores de ser resarcidos por quien nos causa tal estado y dejamos de hacer algo al respecto. Por supuesto que hay muchas circunstancias en las que verdaderamente no tuvimos nada que ver en algo que nos está afectando pero ello no implica que no podamos o debamos hacer algo al respecto.

Pongamos un ejemplo sencillo. Nos dirigimos a nuestro destino. Alguien deja una botella de vidrio rota en el pavimento y resulta averiada una llanta del vehículo en el que nos transportamos.   A causa de ello llegaremos tarde a nuestro compromiso, con consecuencias de todo tipo. A pesar del malestar que la situación nos provoca, sería absurdo quedarnos sentados en la banqueta a esperar a que quien dejó la botella rota regrese a reparar el daño y posterior a ello, reemprender nuestro camino.

Lo que cambia nuestras circunstancias, es nuestro comportamiento, no nuestra esperanza de que alguien haga algo para rescatarnos.

¿Esto es obvio? No tanto. Para muchas personas es solo cuestión de decisión. Para otras, sus circunstancias son una cárcel donde se encuentran en condena perpetua. Esto con frecuencia se debe a que, como señala Robert Dilts, hay que hacer el cambio en un nivel más profundo. Debajo de nuestro comportamiento, subyacen nuestras capacidades, nuestras creencias y nuestra identidad.

Hay ocasiones en que el cambio no es posible debido a que no contamos con las capacidades personales para hacerlos. Por ejemplo, lograr un peso saludable requiere aprender a comer de una forma adecuada. Incluso ejercitarse, no se trata nada más de moverse. La técnica apropiada a cada uno mejora el desempeño y por consecuencia, los resultados.

O como cuando nos proponemos adquirir el hábito de la lectura. Pensamos que seleccionar un libro y depositarlo en la mesa de noche será suficiente para tomarlo todos los días y recorrer algunas páginas. La realidad es que en el sistema educativo nacional aprendemos a identificar letras que van juntas más no a comprender, y mucho menos disfrutar,  lo que leemos. Así, la lectura se torna una actividad insabora e incluso inútil.

Tristemente, he escuchado a profesores de nivel básico asignados a zonas de alta marginación,  que consideran suficiente que los alumnos aprendan a leer -reconocer palabras- y a hacer cuentas básicas, pues creen que su destino es mantenerse en estado de pobreza bajo la premisa de que su situación depende del llamado “sistema”.

De esta forma es como las creencias limitan el aprendizaje.  Pongamos otro ejemplo de cómo nuestros valores determinan fuertemente las capacidades que adquirimos. Muchos niños y niñas aprenden el valor de la eficacia al ser celebrados únicamente por sus logros más no por el proceso.

Los padres y madres de familia manifiestan estar orgullosos de ellos cuando sacan buenas notas en la escuela, no cuando invierten esfuerzo. Como el amor del padre y la madre es nuestra fuente primera de autoestima, buscamos su atención a toda costa. Esto enseña a muchos pequeños que el fin justifica los medios.  De este pragmatismo aprenden que el resultado es lo que importa, por lo que es válido tomar atajos: copiar en un examen, corromper a la autoridad, pasar por encima de otros.

El sostén de nuestros valores y creencias, es nuestra identidad. Eso que contestamos ante la pregunta ¿quién soy yo?. Cuestionamiento sumamente complejo pero que estructura todos los niveles anteriores: creencias, capacidades, comportamiento y entorno.

Hay personas que su identidad es su profesión (y de hecho se presentan con el título académico por delante, hasta lo incluyen en su dirección de correo electrónico). Apuestan su valor a sus conocimientos y competencias y someten su vida, y la de los que lo rodean, a su agenda laboral.

Hay quienes su identidad es su historia personal y justifican continuamente su presente por lo vivido en el pasado. Sus capacidades quedaron congeladas en el ayer y adquirir nuevas habilidades para enfrentar los retos contemporáneos les parece o bien imposible, o carente de valor, pues para ellos nada es tan bueno como eran las cosas en “sus tiempos”.

También hay personas que basan su identidad en su género, en sus talentos, en su situación económica o hasta en su estado de salud. Fundamentan su identidad en lo que los hace diferentes a los demás y ahí cultivan el germen de la discriminación y la lucha por lo que es distinto a uno, porque sólo así encuentran validación.

Por último, la identidad está enraizada en nuestro vínculo a aquello que comprendemos como la fuente de la cual surgimos (a lo que Dilts denomina el nivel espiritual). La aún más complicada pregunta ¿de dónde vengo? produce un efecto de látigo en todos los niveles. Vengo de una familia pobre o rica, exitosa o fracasada, unida o dispersa. Vengo de una escuela prestigiosa o mediocre. Vengo de un pueblo humilde o de una ciudad cosmopolita. Soy miembro de un equipo ganador o perdedor. Soy producto de un accidente biológico o de la fusión amorosa de mis padres o de la creación de un ser superior.

Cuando estamos viviendo una tensión entre lo que pasa en nuestras vidas y lo que nosotros queremos, estamos recibiendo una invitación al cambio. Si nos atoramos y no logramos adoptar un mecanismo de adecuación, quizás se nos esté ofreciendo la oportunidad de hacer una revisión a niveles más profundos para alinearlos y retomar el control de nuestras vidas.

En la siguiente entrega, revisaremos cómo aplican los niveles neurológicos en el cambio y aprendizaje en la empresa.

Mientras tanto, quiero agradecerles estimados lectores  y lectoras por el regalo de su tiempo al seguir los nudos, que en esta edición cumplen su primer aniversario. Gracias por darles vida en sus mentes y sus corazones. Sin ustedes, los nudos no serían más que letras volando en una pantalla. Por ustedes, son parte de nuestra vida común. ¡Gracias por un año de conversar!

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