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Reformas electorales por consenso.

Desde que en 1977 se inició la Reforma Política, casi todos los cambios en materia electoral se han hecho por consenso entre el partido en el gobierno y la oposición, aun cuando el partido otrora hegemónico haya tenido a veces mayoría suficiente para modificar las leyes por sí solo. Tal vez el cambio más transcendental fue el de 1996, cuando se instituyó una autoridad plenamente autónoma, se creó un tribunal electoral independiente, se emparejó la competencia por medio del financiamiento público, y se garantizó acceso equitativo a la radio y la television. Esa reforma fue fruto de un diálogo a fondo y el consenso entre el gobierno y la oposición. Algo semejante ocurrió con la reforma de 2013-2014, cuando el IFE se convirtió en INE.

Una característica de la legislación electoral mexicana es que sus rasgos fundamentales se hallan definidos con detalle en la Constitución, lo cual implica que cualquier modificación relevante en la materia tiene que pasar por las exigentes reglas del Constituyente Permanente: mayoría de dos tercios en las dos cámaras del Congreso de la Unión y aprobación de más de la mitad de las legislaturas locales. Esa rigidez de las normas básicas del sistema electoral ha sido una garantía democrática, en la medida que impide que una mayoría circunstancial en el Poder Legislativo pueda cambiar sustancialmente las reglas de la competencia electoral para asegurar su perpetuación en el poder.

Las leyes electorales no son del todo equiparables a cualesquiera otras leyes. En la medida en que determinan las reglas de la lucha pacífica por el poder, su legitimidad requiere que todos o los principales contendientes (siempre en plural) acepten de antemano tales reglas. Una justa deportiva exige que los jugadores acepten las reglas del juego, en tanto que éstas les ofrezcan oportunidades razonables de ganar. Si las reglas fueran impuestas por una sola de las partes, las otras no tendrían muchos incentivos para competir, y más bien se sentirían inclinados a abandonar el juego. Para que las reglas del juego sean aceptables, ninguno de los jugadores debe contar con ventajas tales que excluya por anticipado la probabilidad de triunfo de los otros.

Un buen principio para pactar reglas electorales justas es lo que John Rawls (Teoría de la justicia) llamó el supuesto de ignorancia de la posición original. Según esta hipótesis imaginaria, al pactar las reglas básicas de la sociedad las partes deben ignorar la posición original en que se encuentra cada quien y considerar que su posición puede cambiar en un futuro cercano. Así, un partido político que cuente con mayoría en un momento dado puede tener la tentación de aprobar reglas que debiliten a la oposición (por ejemplo, suprimiendo la representación proporcional); pero también debería pensar que después él podría estar en minoría, y querrá tener oportunidades de volver a ganar la mayoría. De ahí la importancia de que las leyes electorales se pacten con el consenso más amplio posible, y pensando no en las ventajas circunstanciales de uno, sino en las oportunidades de todos en una competencia justa.

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