Desde que en México se reconoció el pluralismo político como una realidad legítima y necesaria, todas las reformas electorales se han impulsado por consenso entre el gobierno y las fuerzas de oposición. Esto es natural, ya que las leyes electorales establecen las reglas del juego de la competencia por el poder y, por ende, no pueden gozar de legitimidad democrática si son impuestas unilateralmente por el grupo en el poder.
La primera gran reforma político-electoral de orientación democrática, la de 1977, estuvo precedida por diálogos del gobierno con fuerzas de oposición, reconocidas formalmente o no hasta entonces, y por foros públicos en los que se expresaron con libertad muy diversos actores. El gran mérito del gobierno de entonces, en particular del presidente José López Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, fue reconocer que el régimen tenía ya un grave déficit de legitimidad y que éste no podría superarse sin el concurso de fuerzas políticas diversas y opuestas al gobierno.
Todas las reformas electorales posteriores tuvieron, en lo esencial, el propósito de ampliar la representación de las minorías políticas de entonces y fijar reglas más claras y equitativas para la competencia. Además, fueron motivadas por algún problema específico que la oposición advertía y cuya reparación reclamaba: la reforma de 1989, que daría lugar a la creación del IFE, fue la reacción al fraude electoral de 1988, orquestado por el partido en el poder y el secretario de Gobernación de entonces, Manuel Bartlett, porque ya era intolerable que las elecciones tuvieran como árbitro a una de las partes de la contienda; la reforma de 1994, que incorporó al Consejo General del IFE a intelectuales prestigiados y reconocidos por la oposición, fue una respuesta de emergencia a la serie de hechos de violencia política que amenazaban con descarrilar las elecciones de ese año; la reforma de 1996, que otorgó autonomía plena al IFE e hizo más equitativa la contienda merced a un financiamiento público más amplio a los partidos, fue la respuesta al reclamo democrático de las oposiciones y de muy diversas expresiones de la sociedad civil; la reforma de 2007, que estableció el acceso gratuito de los partidos a la radio y la televisión y puso límites a la propaganda gubernamental, respondió a las protestas del candidato presidencial perdedor en 2006, Andrés Manuel López Obrador, quien, si bien no pudo probar fraude alguno en la votación, tenía razón en advertir que el gasto en propaganda no debería dar ventajas determinantes a ningún partido y que el gobierno debería abstenerse de intervenir en las elecciones; la reforma de 2014, que transformó al IFE en el INE, buscó asegurar mayor autonomía a las autoridades electorales locales y reforzar la fiscalización de los recursos de los partidos políticos.
Ahora que el propio gobierno -no la oposición- propone y exige una nueva reforma electoral, cabe preguntarse qué problema específico del sistema electoral quiere resolverse. No puede argüirse con razón que al árbitro electoral le falta independencia e imparcialidad, cuando el partido Morena -primero desde la oposición y luego desde el poder- ha ganado la mayoría de las elecciones que el INE ha organizado. Las reiteradas denuncias de fraude electoral y de parcialidad del INE no van acompañadas de argumentos ni prueba alguna, solamente de mentiras y calumnias.
El único motivo de fondo por el cual el gobierno federal quiere cambiar de raíz al sistema electoral y sus autoridades, es que muchas de las decisiones que el INE y el Tribunal Electoral han adoptado conforme a la ley intentan restringir la actuación política de aquél. Al gobierno y su partido les irritó mucho la cancelación de algunas candidaturas por haber incumplido la obligación de informar sobre sus gastos de precampaña, aunque esas sanciones fueron previstas en la ley en buena medida por exigencia de la oposición de años atrás; también les molesta el rigor con el que el INE fiscaliza los ingresos y gastos de todos los partidos y sanciona el uso de recursos públicos en las elecciones; también les incomodan las restricciones que la ley estipula a la propaganda gubernamental, aunque tales restricciones sean ignoradas y violadas cotidiana y abiertamente por el gobierno; y no es poca la incomodidad que les causa que las leyes electorales impongan límites al proselitismo electoral de funcionarios públicos y a los actos anticipados de campaña, ahora que la carrera oficialista por la sucesión presidencial está desbocada.
Hay que recordar que tales reglas y restricciones fueron establecidas por reclamos de las fuerzas de oposición del pasado, incluidos los actores políticos que hoy quisieran abolirlas. Repudiar desde el poder reglas y sanciones exigidas antes desde la oposición, revela falta de congruencia y de lealtad democrática.