Una característica de nuestra vida común contemporánea es la apatía, especialmente entre los jóvenes. Como en todo lo referente a las nuevas generaciones, en lugar de escabullirnos extendiendo nuestro más severo juicio sobre ellos y ellas, es importante que las generaciones más experimentadas, asumamos nuestra responsabilidad tanto en su formación como en el contexto que les hemos creado para vivir. ¿De dónde viene la indiferencia, la dejadez e incluso la pereza de la cohorte denominada centennial[1]? Permítanme, apreciables lectores, ofrecerles una hipótesis: de un mundo sin esperanza.
Tratemos de ver el horizonte desde la óptica de un joven entre 18 y 23 años de edad. Para ellos, el 2024 será la primera vez que voten en una elección presidencial, donde la política ya no tiene nada de procuración del bien común, sino que por el contrario, es sinónimo de corrupción y abuso y motivo de una profunda división social. No importa quienes sean los candidatos: la falta de probidad de quienes ocupan el poder, sin importar el color de su partido, les produce indiferencia, pues saben que en realidad, nada va a cambiar en sus vidas; se sienten distantes de las decisiones políticas pues no perciben un efecto en su diario vivir.
Hablarles de inflación, de fluctuación del dólar, políticas públicas, relaciones con otros países o de inversión, no les significa absolutamente nada, pues por un lado, nuestro sistema educativo no considera estos temas como herramientas para la vida y no se imparten como cultura general, sino se reserva como una especialización para quienes logran un nivel universitario en un área del conocimiento específica. Por otro lado, transformar la vida de un país tan grande como el nuestro, es como tratar de mover una maquinaria pesada, antigua y oxidada, que necesita de un esfuerzo grande y un tiempo considerable, para que la veamos avanzar hacia algún lugar.
Así, estas generaciones, viven en condiciones de precariedad laboral, donde se les pide ponerse la camiseta pero sin un compromiso recíproco de parte de las empresas quienes asumen las prestaciones de ley como opcionales o incluso, discrecionales.
Muy pocos de estos jóvenes tendrán la posibilidad de adquirir una vivienda propia, pues sus ingresos serán insuficientes para pagar una hipoteca, y casi ninguno logrará un ahorro decente para un eventual retiro que le permita sustentar su propia vida al convertirse en adultos mayores. La aparición de una enfermedad grave, representará el empeño de gran parte de su vida para poder pagar su atención.
Más aún, hace mucho que dejamos de preocuparnos por el planeta que les estamos heredando: el calentamiento global está causando un cambio climático que hace que las condiciones de vida sean cada vez más agrestes, con ciudades grises y naturaleza en extinción.
Lo peor, es que claramente, tampoco nos hemos preocupado por las personas que le estamos dejando al mundo. Hemos dejado de inspirar en los jóvenes un significado profundo de la vida, pues parece que las generaciones que les preceden, lo hemos olvidado. Los hemos adormecido en una cultura pop delineada por pantallas que los conectan a espejismos como relaciones imaginarias, programas televisivos superfluos y juegos para literalmente matar el tiempo e ignorar su propia soledad. Hemos dejado de contarles historias que despierten en ellos admiración y que los impulsen a alcanzar metas altas y valiosas para la convivencia en comunidad, y en su lugar, les pintamos la vida con corridos tumbados que hacen apologías a la violencia, al narcotráfico y al sexo explícito.
Hemos clasificado a la gente en buenos y malos, donde los primeros somos nosotros y los segundos, todos los demás. Carentes de empatía y misericordia, juzgamos como equivocados a todos aquéllos que son diferentes de nosotros y prácticamente deseamos que desaparezcan de nuestra mirada. Hemos creado un mundo donde parece que sólo merecen vivir unos pocos que se ajustan a nuestros parámetros de moral fingida.
Un comentarista o analista agudo, es aquél que pone al descubierto la podredumbre humana y lo tildamos de realista. En una reunión social, quien acapara la atención, es quien provee la crítica más ruda e insensible. No hay lugar para el optimismo, para creer en las personas o para la confianza. Extrajimos el apocalipsis de la Biblia y lo convertimos en un entorno incierto en el que la esperanza no tiene espacio.
Los sueños son solamente cosas que pasan por las mentes de los jóvenes cuando están dormidos; maravillarse es un verbo que no existe en sus diccionarios.
¿Con qué autoridad estamos juzgando a los jóvenes cuando somos los mayores quienes les construimos este mundo? Nos olvidamos que alrededor de un niño, de una niña o un adolescente, hay que pisar suave para no ahuyentar sus sueños.
Quienes precedemos a las generaciones más noveles tenemos una tarea impostergable: salir de nuestro letargo pesimista y volver a tejer esperanza. Por supuesto, la realidad ya nos alcanzó y esto que hemos descrito, es el mundo que tenemos el día de hoy. Sin embargo, eso no significa que estamos destinados a que sea así por siempre. Está en nuestra voluntad dejar de ver todo en blanco y negro y empezar cada quien, a agregar color tanto a lo personal como a la vida común. Sin caer en la ingenuidad, es momento de elegir la esperanza, extrayendo sentido de esta realidad para nosotros mismos y para las generaciones que nos siguen. En el contexto actual, probablemente en la esperanza, encontremos el legado más valioso para las nuevas generaciones, pues aquélla moldea no sólo la mente, sino propiamente el alma, justo donde la vida se experimenta en pleno y donde reside el impulso para transformar la vida propia y la común.
[1] Nacidos a partir del año 2000 y que recién se empiezan a incorporar al mundo laboral