Las pasiones son como los vientos, que son necesarios para dar
movimiento a todo, aunque a menudo sean causa de huracanes.
En estos días en que la fe cristiana conmemora la Pasión de Cristo, este hecho de dolor profundo contrasta con las filosofías que invitan a encontrar una pasión y vivirla con intensidad como el secreto de una existencia plena y trascendente. Se trata de una paradoja que no es ajena a la razón, pero que conviene entender para navegar por nuestras pasiones superando las emociones y desafíos que las acompañan.
En nuestra pasión está nuestro propósito. Cuando algo enciende nuestras emociones de manera tan intensa que nos mueve a hacer algo es porque conecta con nuestra esencia, con el motivo para el cual nacimos, lo que nos llena de vida y a la vez, por lo que estamos dispuestos a dar la vida.
La pasión es el punto donde el amor y el dolor se unen. De hecho, la etimología de pasión es padecer, refiriéndose a aquello que nos produce dolor e incluso muerte. Solo nos duele aquello que nos importa, aquello que amamos y que da significado a nuestra vida. Así, nuestros padecimientos son luces para descubrir nuestro propósito y quizás, el hecho de pasar por ellos sea una oportunidad de encontrarnos con nuestro para qué en la vida. Por supuesto, el dolor no es grato ni deseable, pero como defendió Viktor Frankl, nos guía a encontrar sentido. El horizonte de nuestra vida es tan amplio como sea nuestra consciencia de nuestro propósito. Luego entonces, hay que escuchar el dolor para dejar que nuestro propósito de vida nos sea revelado.
Una buena parte de nuestros comportamientos y decisiones vienen de lo que nos duele y a veces, se manifiestan como un proyecto que nos apasiona y otras, cuando el sufrimiento los alimenta, se ven como una búsqueda desordenada de amor. Por ejemplo, si nos duele la pobreza, quizás podamos abanderar una causa para combatirla, o bien, podamos crecer en avaricia. Si nos duele la injusticia, podemos abrazar la vocación de defensores o construir muros de ira para que a nadie se le ocurra tocarnos. Si lo que nos duele es la carencia, podremos ser generosos y promover la caridad, pero también, dejar que la envidia anide en nuestros corazones. En cada uno de estos ejemplos, subyace una pasión, en las primeras circunstancias, canalizadas al amor y en las segundas, adheridas al sufrimiento. La avaricia, la ira y la envidia son pasiones que se padecen, no características que definen la personalidad ni el carácter de una persona, mientras que la caridad, y las luchas por la justicia y por erradicar la pobreza son pasiones compasivas que buscan evitar el dolor para uno y para los demás. Unas y otras, nos expresan lo que nos duele, pero gestionadas de manera distinta, desde los recursos que cada uno y una tenemos.
Aun las pasiones que suenan inspiradoras provienen de algo que padecemos. La pasión por el arte, el conocimiento y el deporte, por ejemplo, nos elevan como seres humanos. Sin embargo, no están exentas de ser motivadas por una emoción compleja. El miedo a no tener la oportunidad de liberar lo más interno y profundo de nuestra humanidad, el temor a la limitación física o al fracaso, o a no tener los recursos intelectuales para comprender la vida y nuestro entorno, pueden ser la fuente de esas pasiones.
Preguntémonos qué nos duele, y ahí, encontraremos un propósito. O bien, preguntémonos qué nos apasiona y hallaremos la clave de lo hemos sanado o que estamos en el camino a ello.
Nuestra trascendencia, entonces, es el impacto que tienen nuestras pasiones más allá de nosotros mismos. Vivir con pasión es encontrarnos con nuestro propósito y abrazarlo, con amor y con dolor, dispuestos a pagar el precio de nuestra convicción, dándolo todo por nuestra misión y encendiendo una luz en el camino de alguien más. Nuestra pasión culmina en Gloria y eso es lo que ilumina nuestro sendero cuando hay que atravesar por la oscuridad. Lo que no podemos permitirnos es vivir sin pasión.