Primera parte
El tiempo es el bien del que está hecha la vida
- Benjamin Franklin
El acortamiento de la jornada laboral a cuarenta horas por semana puede ser la oportunidad de romper el círculo vicioso que hemos generado al subordinar la vida al trabajo.
Permítanme, amables lectores, contarles una pequeña historia. En un principio, los humanos descubrimos que teníamos necesidades que podíamos satisfacer por nosotros mismos. Podíamos buscar o cultivar alimentos, domesticar animales que nos ayudaban en esa misión, construir un techo para albergarnos, tejer hilos para vestirnos y obtener agua para saciar nuestra sed y mantener nuestra higiene. Gozábamos del aristotelico divino ocio, que era ese espacio de tiempo en que una vez realizadas las labores propias para obtener nuestro sustento, las personas teníamos la oportunidad de desarrollar nuestras capacidades humanas, nuestras virtudes y nuestros talentos, alimentando el espíritu. Ahí nacen las artes, la filosofía y las ciencias para nuestro deleite y nuestro desarrollo en las recién descubiertas dimensiones humanas que complementan nuestra materialidad.
Hacer acopio de alimentos para las temporadas donde el clima los hacía escasos o inaccesibles, nos hizo descubrir que podíamos tener excedentes, que se podían intercambiar con otras comunidades para así multiplicar nuestros satisfactores. Nace el comercio y con él, la acumulación de riquezas y muy pronto, la apropiación desigual de la misma. La economía pasa de ser el vehículo de satisfacción de necesidades, al de creación de riqueza; de la administración de los bienes comunes, a la privatización de los mismos. Curiosamente, cuando los bienes tenían un destino común, tenían una administración laxa, pues solo se necesitaba lo que cubria las necesidades de la comunidad. Cuando pasan a pertenecer a un solo dueño o familia, el interés por conservar y hacer productivos esos bienes, crece exponencialmente, dando pie a la llamada productividad.
Nacen las empresas y desafortunadamente, brota la avaricia, como una debilidad humana. La solidaridad y la subsidiariedad se rompen. El principio ‘de cada quien según sus capacidades y a cada quien según sus necesidades’, colapsa a un ‘a cada quien según sus aportaciones’, haciendo pinole la dignidad humana. Satisfacer las necesidades propias se convierte en un juego de suma cero, donde las circunstancias de cada quien le permiten resolverlas con mayor o menor dificultad. Nace una falaz meritocracia, donde amasar, legar y heredar bienes crean una clase social que demanda ser superior, y donde su mérito es precisamente, poseer. Quienes trabajan para ellos, – al inicio peones y esclavos, actualmente, empleados-, constituyen una clase social que lucha para sobrevivir, dedicando hasta 18 horas por día y todas sus energías, a ganar una pieza de pan. Por supuesto, para ellos y ellas, el ocio no existe, y por tanto, su desarrollo se limita a conservar su vida. No hay tiempo para el intelecto, el espíritu, la vida familiar y social. El esparcimiento por supuesto no existe. Trabajan para que los ‘del mérito’ lo tengan, quienes esperan además agradecimiento porque les dan la ‘posibilidad’ de vivir. Aprendimos que hay que trabajar para vivir y que el trabajo nos dignifica pues nos permite obtener el sustento por nosotros mismos.
Ser trabajador se convierte en una virtud: trabajar dobles turnos o dobles plazas es la zanahoria que promete una vida con menos necesidades insatisfechas mientras que la posibilidad de perder el trabajo es el garrote amenazador que hace que los propios trabajadores olviden su dignidad, renuncien a su desarrollo personal, social y familiar, y acepten limitar su vida con la esperanza de proveer a su siguiente generación de mejores posibilidades. El consumo se vuelve la señal de que se está logrando el objetivo y justifica el sacrificio del tiempo y del desarrollo individual, y ofrece un consuelo inmediato por lo perdido. El consumismo surge como los espejitos que nos deslumbran y nos condicionan la felicidad, así que si se ha tenido la posibilidad de resolver las necesidades básicas, aparece un nuevo conjunto de satisfactores que se presentan como la tierra prometida, donde seremos valiosos, apreciados y bienvenidos al club de los supuestos ganadores de la vida. Nos hacen creer que el trabajo nos otorgará los méritos necesarios para la vida plena, y normalizamos trabajar para vivir.
Como las personas están todo el dia en el trabajo, cualquier necesidad debe satisfacerse fuera de la jornada laboral, conduciendo a que comercio y servicios, deban estar disponibles en horarios extremos: alguien debe trabajar muy temprano en la mañana, a la hora de la comida y tarde por la noche para ‘atender el mercado’, alimentando la exigencia de jornadas laborales extensas. Estos patrones de horario, por supuesto, rompen con las posibilidades de cuidado de salud, alterando el sueño, la alimentación, limitando el ejercicio físico y generando un agotamiento que desecha la atención a las relaciones humanas, al intelecto y al espíritu.
Para no aburrirle, amable lector, detengo aquí la historia. En la próxima entrega, si me obsequia su tiempo y su lectura, le invito a explorar cómo la jornada laboral de cuarenta horas es la oportunidad de regresar a nuestro propósito y destino pleno, si nos recordamos que no somos un mercado, sino una comunidad, y donde las empresas pueden ser un habilitador de satisfacción de necesidades no solo materiales, sino de toda la integralidad del ser.