No hay un camino para la paz: la paz es el camino
- Mahatma Gandhi
Déjenme compartir con ustedes, amables lectores, que hace unos días, atendiendo a un curso, nos preguntaron a la audiencia qué era lo contrario a la paz y la conclusión me hizo estallar la cabeza. Mientras los allí reunidos respondimos de manera natural y casi al unísono que era la guerra, la ponente, con paciencia y seguridad, argumentó con solidez que lo contrario a la paz es la exclusión. En esta y las siguientes entregas, les invito a acompañarme en algunas reflexiones sobre cómo esta idea puede ser un cambio trascendental en las reglas del juego en nuestra vida común.
La primera introspección que me causó este evento fue cómo la respuesta de que lo contrario a la paz es la guerra nos exime de nuestra responsabilidad en el proceso de tejer la paz. Estoy segura, estimados lectores, que ni ustedes ni yo estamos directamente vinculados a las grandes guerras que hay en el mundo en este momento: en Ukrania, en Palestina, en Sudán del Sur y en Myanmar, por mencionar algunas. Y deseo que tampoco los toquen los conflictos armados con el crimen organizado que existen en nuestro país al igual que en tantas otras naciones alrededor del mundo. Sin embargo, ninguna de estas circunstancias nos es ajena. Aún marcando esta distancia, es fácil ver cómo no tenemos conquistada la paz y cómo sí contribuimos a su ausencia, cada vez que sembramos exclusión y aislamiento.
Ser excluido es uno de los dolores más profundos del alma. La experiencia de la exclusión penetra agudamente en nuestra identidad, pues descarga en nosotros y nosotras un mensaje de no ser lo suficientemente buenos para ser aceptados y acogidos en nuestro grupo social, ya sea en el ambiente familiar, el escolar, el laboral, el comunitario y especialmente el religioso, pues implica el rechazo de lo más alto y poderoso que es el origen de todo.
Se trata de una herida que se cocina desde la infancia. Probablemente recuerden ustedes amables lectores, la forma en que se hacían los equipos deportivos durante la etapa escolar (esperando que sea ya una práctica extinta). Los capitanes, generalmente aquellos de mayor desempeño en el deporte o el juego a celebrar, escogían por turnos a los integrantes de sus equipos. Quedar entre los últimos en ser elegidos era devastador, porque no solo se trataba de que en la comparación de habilidades uno quedaba en la cola, sino que este hecho además se hacía evidente frente a los demás causando humillación y vergüenza.
O no se diga cuando había una celebración de cumpleaños de algún compañerito y uno no era invitado. La tristeza de un niño o una niña por no ser parte de la algarabia de los demás cala hondo, pues los motivos de tal discriminación están fuera de la voluntad y el control que uno tiene sobre si o las circunstancias. Más aún, en esta etapa de la primera infancia, un pequeño no cuenta por sí mismo con los recursos para digerir la exclusión y generalmente sus cuidadores tampoco los tienen para ayudarlos a procesarlo y darle un cauce sano.
Esas son algunas de nuestras primeras experiencias perdiendo la paz, donde además, se nos hace creer que no es para tanto y que hay que ser fuertes y resilientes, o que bien, que simplemente el mundo es así y hay que adaptarse a ello porque eso es lo normal. De un golpe, validamos y normalizamos la exclusión y la pérdida de la paz. En esos momentos, se plantan semillas de impotencia, resentimiento, fragilidad y miedo ante el mundo, donde los infantes y posteriores adolescentes, aprenderán a desarrollar por su cuenta, mecanismos de defensa, que ante un mundo indolente, ciego y sordo al dolor, pueden desencadenar en violencias de todas escalas.
Pero estos ejemplos son tan solo el inicio del contacto con la exclusión, ciertamente concediendo la posibilidad de que vienen desde la ingenuidad o inconsciencia de quienes la provocan. Lo terrible, y me atrevo a decir que no exagero, es que socialmente hemos institucionalizado la exclusión.
Para pertenecer a un grupo social -un necesidad básica para concretar nuestra identidad- supone con frecuencia el desprecio de quienes son diferentes y la falacia de que el mundo solo puede ser mejor si todos y todas son como nosotros. Todos deberíamos ser conservadores porque así estamos bien, o todos progresistas por qué no lo estamos. Todos deberíamos ser creyentes para que el temor de Dios controle nuestro comportamiento o todos deberíamos ser ateos para ser libres y auténticos. Todos deberíamos ser pobres para ser iguales o todos podríamos ser ricos si nos esforzáramos verdaderamente. Todos deberíamos actuar racionalmente o todos deberíamos ser sensibles a las emociones humanas.. Luego entonces, hay que condescendientemente tratar de convertirlos, y sino, de exterminarlos. Vivir en blanco o negro es el germen de la exclusión.
He ahí el origen de las guerras, ya sean geopolíticas, sociales o internas a nosotros mismos. Pero como le anticipaba, amables lectores, este tema nos tomará un poco más de reflexión para visualizarlo desde los diferentes ángulos de la vida común. Espero me acepten la cita para la siguiente entrega. ¡Feliz inicio de semana!