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Nudos de la vida común. La pérdida de la intimidad

La vida en sociedad implica desarrollar un hábil manejo de nuestras esferas públicas y privadas. La inserción exitosa en un grupo social, nos lleva por un lado, a adoptar comportamientos y poses que responden a las expectativas de convivencia, ya sea de la familia, la escuela, el vecindario, el trabajo o de la región cultural a la que pertenecemos. Pero por otro, nos demanda desarrollar capacidades y talentos que nos sirvan de carta de presentación, o bien restringir la expresión de partes de nosotros que aún siendo valiosas, están destinadas a existir en la sombra.

De hecho, se nos educa para ser funcionales en nuestra comunidad. Así, conforme crecemos, vamos encontrando estrategias para satisfacer nuestras necesidades y con ello, de manera inconsciente, moldeamos nuestra personalidad. En esta necesidad de tener un lugar dentro de la vida común, reservamos algunos atributos de nuestra esencia, ciertos pensamientos y anhelos, así como episodios de nuestra historia, para poder encajar en ella con mayor facilidad. Al final del día, esto es parte del contrato social a través del cual, todos cedemos algo,  pretendiendo una mínima armonía en nuestro vivir comunitario.

Sin embargo, así como nos adaptamos a los cánones socialmente aceptados, necesitamos en respuesta el respeto a nuestro derecho a mantener en privado lo que hemos reservado, es decir, tenemos derecho a la intimidad: un espacio sagrado donde somos quienes somos a plenitud. Al ser el lugar más profundo, más interior y más real de nosotros, está apartado exclusivamente para nosotros mismos y las personas a quienes, en confianza total y recíproca, invitamos a él.  Se trata de una dimensión de la vida absolutamente necesaria, pues es ahí donde fluye nuestra esencia en libertad y es la fuente de donde emana la felicidad. Por ello, es una prioridad tanto fomentar como proteger nuestra intimidad. 

Como personas, es en la intimidad donde conectamos con nuestra individualidad y la dejamos fluir. Cuando tenemos la fortuna de poder abrir la puerta a alguien para que entre en este espacio, esta plenitud se magnifica al vernos reflejados en el otro, sobre todo por la libertad de  poder salir de nosotros mismos dada la confianza que nos vincula a alguien más, quien sabemos que nos amará en nuestra vulnerabilidad y la guardará con sigilo, permitiéndonos ser en totalidad. Al compartir nuestra intimidad, dejamos de ser una idea para convertirnos en una realidad. Es por esto que es tan importante cultivar nuestra intimidad con nosotros y con otros con quienes los lazos de afecto y confianza sean sólidos y a prueba de todo.

Justo por esta importancia para nuestro desarrollo pleno como personas, tenemos tanto la necesidad como el derecho de cercar nuestra intimidad, poniendo límites de quien se asoma a ella y quien no.  Así,  no es moral dar por descontado que por nuestra posición en la relación, ya sea de pareja, familia, en el grupo de amigos o laboral, tenemos un espacio ganado en la intimidad del otro. Aún con la puerta abierta, siempre habrá que entrar de puntitas y respetar las áreas de la vida que se mantengan en reserva. Leer un diario, revisar mensajes en el celular o correos, husmear en redes sociales e  indagar el pasado a través de terceros, son impulsos claros de la desconfianza, y cuando ésta está presente, no hay forma de compartir la intimidad.

Sin embargo, en la era de las comunicaciones y redes sociales, la intimidad parece diluirse. En esta misma soledad provocada por la ilusión del contacto virtual y la aparente comodidad del aislamiento, la intimidad se desdibuja, pues por un lado, nuestra información está abierta al mundo casi indiscriminadamente, ya sea por las concesiones que hacemos en las diferentes plataformas que utilizamos, o por nuestra necesidad de experimentar que alguien nos ve, que existimos para alguien detrás de una pantalla.  Y esto nos puede conducir por dos vías al extravío de nuestra intimidad: compartir sin evaluar que la dimensión de lo que mostramos corresponde al nivel de confianza con nuestros receptores o bien, crearnos un nuevo personaje tratando de mantener el control de la imagen que los demás tienen de nosotros para así amurallar con fuerza nuestra intimidad, o incluso, para cegarla a nuestra propia vista.

En uno y otro caso, corremos el riesgo de perder nuestra intimidad, y con ello, el contacto con lo más interno de nosotros mismos. Esto carcome la salud mental y espiritual, de manera silenciosa pero aplastante. Amables lectores, ¿qué tanto estamos cultivando nuestra propia intimidad? ¿qué tanto tiempo pasamos con quien realmente somos? ¿tenemos relaciones de la calidad suficiente para compartir nuestro espacio sagrado, en sus diferentes dimensiones? En la intimidad se pueden tejer los hilos más fuertes que entrelazan nuestra vida común. 

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