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Nudos de la vida común. El valor de las cosas.

“Hoy en día, la gente sabe el precio de las cosas y el valor de nada”. Oscar Wilde

Una de las decisiones más complicadas para un emprendedor o una empresa es poner el precio a sus productos o servicios.  Esta definición va a repercutir en quién comprará su producto, qué volumen se venderá, a qué competidores se va a enfrentar y por supuesto, cuanto va a ganar.  Sin embargo, la verdadera pregunta a responder es cuánto vale el bien o servicio para su posible cliente.

En este proceso de decisión,  hay varias tentaciones. La más común es cobrar lo mismo que la competencia. El riesgo de esta estrategia es que la falta de diferenciación en precio se traduce en indiferencia en la percepción del consumidor, quien con mayor frecuencia terminará por adquirir los productos y servicios con los que ya se siente relacionado con anterioridad. Es decir, el posicionamiento en la mente del consumidor será lo que determine su elección final.

Ante esta situación, surge la siguiente tentación: vender a un precio más bajo que los competidores ya establecidos. Esto resulta un problema porque en la etapa de introducción del nuevo producto, es muy probable que quienes entraron a la cancha a jugar primero, tengan el beneficio  de las economías de escala que les permite mejores costos y por ende, mayor margen de rentabilidad. Ser el chico nuevo del barrio, con un valor inferior y menor rentabilidad,  es una invitación para salir del mercado cuando apenas se cruzó la puerta.

En ese momento, aparece una nueva tentación para el emprendedor: calcular sus costos unitarios de producción o comercialización y agregar un margen de ganancia deseado. Esto trae tres problemas importantes: el primero es que el cálculo de costos unitarios es un proceso que generalmente resulta agobiante para los emprendedores, especialmente en el momento en que su atención se concentra en la conquista del cliente. El segundo, es que la variación en el costo de los insumos y su capacidad – o incapacidad –  de aprovechar economías de escala, repercutirán en el precio final al cliente, quien no siempre estará dispuesto a recibir ese impacto.  El tercero es que sus deseos de utilidades pueden no coincidir con el entusiasmo del cliente por el bien a adquirir.

La economía clásica susurra entonces al oído del emprendedor que si aumenta la demanda de los productos de su giro, podrá aumentar su precio; pero que si aparecen nuevos oferentes en el mercado, el precio tenderá a bajar.  Como él es nuevo oferente, este principio de oferta  y demanda le seducirá una vez más a introducirse en el mercado con un precio bajo. Total, si los precios van a bajar, más vale ser el primero en captar clientes por esa vía. Si esto lo reforzamos con una publicidad atractiva, quizás exista la posibilidad de estimular la demanda de los clientes. Pero nos enfrentaremos nuevamente a un margen de utilidad débil, incapaz de sobrevivir a una competencia agresiva o peor aún, soportar un revés económico generalizado.

La realidad es que todos los razonamientos y análisis interiores deben tomarse en cuenta como contexto de la decisión de un precio. Sin embargo, falta un factor vital: el valor que tiene el objeto de consumo para el sujeto consumidor.

Por ejemplo, adquirir un café en una tienda de conveniencia en veintidós pesos tiene un valor diferente para quien gana  el salario mínimo – 142 pesos – que para quien gana cuatrocientos o mil quinientos  pesos diarios.  En el primer caso, ese vaso de café significa el 15.5% de sus ingresos del día, pero quizás también la energía para salir a ganarlos. En el segundo caso, representa solo el 5.5% de su salario y parte de una rutina matutina. Para el tercer caso, es tan solo un 1.5% de lo que percibe en un día, y es una cantidad tan pequeña que igualmente podría ampliar sus opciones con mayor inversión, que sigue sin ser significativa a sus ingresos aún cuando se multiplique hasta tres veces en su precio. Así, este último sujeto, muy posiblemente decida por el mismo vaso de café con una marca global que no solo lo mantendrá despierto, sino que adicionalmente le dará una identificación con un grupo de referencia, una sensación de status superior o simplemente, se consentirá a sí mismo al envolverse en un ambiente que resulta más agradable a sus sentidos.

Es así como en esta época, los consumidores somos cada vez menos racionales y tomamos decisiones de compra más desde la emoción.  No es que todos seamos compradores compulsivos o que todas nuestras compras sean así, pues también muchas de nuestras adquisiciones están guiadas por una necesidad apremiante. Recordemos como durante el segundo pico de pandemia, los precios de tanques y concentradores de oxígeno fueron objeto de un oprobioso lucro debido a la literal necesidad de vida o muerte que se tenían de ellos.

El valor de las cosas es diferente para distintas personas, pues tenemos motivaciones diversas. En ocasiones nuestro objetivo será deshacernos del estrés acumulado, en otras más será reforzar nuestra autoestima y quizás habrá momentos en que solo busquemos pertenencia, o incluso, paz.

Entonces, el precio de un producto o servicio no es definido desde su costo, ni desde la norma de mercado, sino desde su valor.  Hasta puede darse el caso que el costo de producción del bien exceda su valor, y entonces conviene repensar muy bien la forma en que la necesidad o preferencia del público va a ser satisfecha. Un ejemplo de esta situación ha sido la aplicación de subsidios a diferentes productos básicos en nuestro país (desde energía hasta el maíz y la tortilla).

Sin embargo, sacar ventaja de la emocionalidad del ser humano es una de las más agrestes distorsiones de la economía de mercado, pues se convierte en el germen de la desigualdad y el injusto reparto de riqueza. Por ejemplo, tenemos estrellas del entretenimiento que cobran sueldos ofensivamente millonarios – que al final del día, también son un precio – aprovechando la gran necesidad de la población de experimentar emociones agradables para que la vida parezca un poco menos miserable. 

Como consumidores, un buen parámetro para tomar una decisión de compra con base en su precio, es cuestionarnos el valor que tienen para nosotros los beneficios que obtendremos de esa adquisición.  Si el provecho que conseguiremos es mayor al significado que tiene para nosotros el dinero a desembolsar, estaremos realmente comprando algo de valor. Si por el contrario, el gasto que haremos es mayor a lo útil o grato que resultará el bien, es momento de repensar la compra.

Como emprendedor, negocio o empresa, solo generamos valor cuando atendemos la necesidad real de nuestros clientes (sin crear una ilusión alrededor de ella) y la satisfacemos de manera eficiente, entregando los beneficios justos por el dinero que nos están pagando.

Lo importante, en ambos roles de la economía, es descubrir con claridad cuál es la necesidad que estamos satisfaciendo a través de una compra y crear y pedir el valor justo.

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