La pobreza y la ignorancia son nuestros peores enemigos y
a nosotros nos toca resolver el problema de la ignorancia
-José Vasconcelos
Estudia para tener un trabajo. Este discurso fue utilizado en el siglo pasado para incentivar a los jóvenes a ir a la universidad. Sin embargo, fue un argumento que pronto fue desmentido por el mediocre desarrollo económico del país. Ciertamente, en las décadas de los setentas y los ochentas, un título universitario incrementaba mucho las posibilidades de obtener un empleo de calidad, en cuanto a remuneraciones, prestaciones y estabilidad. Pero entre la velocidad del crecimiento demográfico y la incapacidad del país de generar empleos, el sueño mexicano terminó siendo una quimera.
Entonces se cambió la arenga para los estudiantes del nivel superior para que no buscaran empleo al salir de la carrera, sino por el contrario, generaran nuevas empresas para crear su propio puesto de trabajo y el de otras personas. El empleo estaba agotado y el número de egresados de las instituciones de educación superior excedía por mucho las fuentes de empleo disponibles.
Lejos de reconocer el fracaso de la política laboral en el país, el emprendimiento empezó a ser exaltado al punto de despreciar la preparación académica, lo cual era nutrido por los casos anecdóticos de empresas globales multimillonarias fundadas por personas que abandonaron sus estudios.
El problema es que en algún punto de la historia, la educación empezó a tener una perspectiva utilitarista donde se dejó de lado la búsqueda del desarrollo de las potencialidades humanas por la caza de bienes económicos. Entonces, el estudio se prostituyó: pasó de tener como objetivo el elevar la consciencia de la persona a convertirse en una palanca del tener.
La tremenda corrupción en México dio pie a sendas crisis sexenales que destruyeron el empleo. Se le echó la culpa a las Universidades, con la perorata de que enseñaban cosas inútiles. En realidad, lo que había colapsado era la ilusa ecuación de que la educación era la variable definitiva para erradicar la pobreza del país, deslindando de responsabilidad a la política pública.
En estos momentos, el 23% de la población económicamente activa en México trabaja por cuenta propia. Y no, no han resuelto su situación económica. En realidad, pertenecen al sector informal de menores ingresos en el país (el 32% gana menos de dos salarios mínimos) y donde la seguridad social es un asunto personal y voluntario. Ganando sólo lo necesario para subsistir, resulta casi imposible que contraten algún tipo de seguro que los ampare ante riesgos de salud o contingencias como las que estamos viviendo. Por el hecho de tener un negocio propio, no son candidatos a recibir ayudas gubernamentales y en raras ocasiones son sujetos de crédito.
Ciertamente, las grandes compañías alrededor del mundo no han sido creadas por personas con altos grados académicos, sino por personas con una gran disciplina, con hambre de triunfo y una férrea constancia. En la mayor parte de los casos, estos empresarios no fueron a la universidad por falta de ganas, sino porque en sus tiempos no era común el acceso a la educación superior o bien, porque la necesidad de subsistencia apremiaba. En ningún caso, eran ignorantes. Se trata de personas con hábitos, cultura y sed de aprender.
Pero esto no es lo que se le dice al emprendedor. Se le proclama que la clave del éxito es la innovación y que ésta es producto de ambientes que alientan la creatividad. Sin embargo, el ingenio del mexicano es reconocido a nivel mundial, pero parece que se nos ha olvidado que éste no surge de tener condiciones óptimas – nunca las hemos tenido – , sino por el contrario, es el resultado de tener que lidiar permanentemente con la restricción y la escasez.
No es que esté mal emprender. En realidad, iniciar una empresa puede ser una aventura fascinante y de mucho beneficio para sus fundadores y todo su entorno. El problema es que se ha presentado como una panacea, sin considerar que también es una vocación. Se le ha tratado como un paliativo a la pobreza laboral y la escasez de empleos; como una salida de emergencia a jefes y ambientes de trabajo abusivos. Pero en realidad ha resultado la misma historia, pero ahora en solitario. No hay un patrón ni una autoridad que proteja al cuentapropista. Literalmente, se les ha marginado de la vida económica común. Vaya que la pandemia ha dejado esto más que al descubierto.
Mi intención en esta ocasión no es desanimar a mis apreciados lectores emprendedores, sino por el contrario, hacer visible su situación. Por un lado, invitarlos a inspirarse en los empresarios que han construido su éxito con dedicación, perseverancia y resiliencia, quienes han pasado la prueba del tiempo y que no se deslumbren con los espejitos. Cuando revisen su modelo de negocio, no acepten menos que una vida digna para sí mismos, su familia y de las personas que formen parte de la empresa, ya sea como colaboradores, clientes, proveedores o la comunidad en general. Su negocio, no solo debe darles para comer, sino que debe garantizar su acceso a la salud, ayudarles a generar un patrimonio y proveerles de sustento cuando llegue una incapacidad, contingencia o simplemente, la inexorable tercera edad. Solo si su empresa, después de pagar impuestos, les permite lo anterior, es un buen negocio. De lo contrario, la sugerencia es seguir explorando opciones.
Por otro lado, quienes tenemos un ingreso aunque afectado pero seguro, procuremos estimular la economía a través de estos emprendedores, que no la están pasando nada bien y que junto con asalariados, empresarios y empleados de gobierno, son parte de nuestra vida común. Quienes tenemos el privilegio de no haber sido expulsados del sistema debemos tener claro que el sueño del mexicano no puede ser más el logro mágico individual. De las condiciones actuales, vale la pena conservar una lección: solo lograremos la salida de esta crisis en la fuerza de la unidad y de la solidaridad, y esto no se acaba hasta que todos hayamos alcanzado una vida común digna.