Melancolía… cuando ciertos tipos de pérdidas
no pueden ser marcadas o valoradas
- Judith Butler
La noche de ánimas es una tradición que año tras año cobra mayor presencia en nuestra vida común. Al contrario de otras costumbres ancestrales, la celebración del día de muertos crece cada año, pasando de la limpieza y arreglo de tumbas de nuestros seres queridos a la erección de altares con el reconfortante aroma del cempasúchil y la iluminadora esperanza de las candelas en casi todo hogar mexicano. Se trata de un ritual de raíces indígenas con una profunda riqueza cultural que expresa nuestra visión sobre la vida y donde la muerte, es tan solo un portal de transformación donde nuestra existencia solo adquiere nuevos colores, nuevas formas, nuevos sonidos y nuevas emociones.
Permítame, amable lector, lectora, aventurarme con algunas conjeturas sobre algunas condiciones humanas que impulsan el crecimiento de esta tradición.
A pesar de que afirmemos que los mexicanos nos reímos de la muerte, la realidad es que cuando alguien fallece, tendemos a rehuir el duelo. Es común que busquemos evitar acompañar a los dolientes “porque no sabemos qué decir”, o bien, si decidimos asistir al funeral, pronunciamos la insensible y popular frase “no llores, ya está en un lugar mejor”. Confiar en la vida eterna no elimina que en el momento de la separación terrenal, experimentemos dolor y pérdida.
Como sobrevivientes a la muerte de un ser querido, nos tragamos las lágrimas y el enojo, para aparentar serenidad y quizás, fe. Evadimos sentir lo que sentimos y lo guardamos en una cajita que solo nos atrevemos a abrirla en soledad. Por supuesto, es válido transitar en privado por estas emociones incómodas y confusas, pero el optar por vivirlas en soledad, excluye a todos aquéllos que también están sufriendo nuestra pérdida, como si ésta no fuera hondamente significativa. No nos damos la oportunidad de que este dolor sea público y valorado pero sobre todo, compartido con nuestra comunidad. Actuamos como si la vida de nuestro ser querido solo fuera nuestra y no fuera echada de menos por los demás, y vamos empujando una cultura donde solo el mío es dolor, lo cual eventualmente se transforma en que no todas las vidas cuentan y dejamos de sentir compasión por aquéllos cuyo nombre no conozco. El peligro de esto para la sociedad, es que nos vamos haciendo indiferentes a las penas ajenas e incluso llegamos a aceptar pérdidas “razonablemente” calculadas ante eventualidades como desastres naturales, contingencias sanitarias o incluso, como parte de los riesgos que el trabajo puede suponer.
Desafortunadamente, de manera consciente o no, trasladamos este comportamiento a otros duelos en la vida: pérdida de la salud, de nuestras capacidades físicas o mentales, del trabajo, de anhelos y esperanzas, de amistades y amores, de la esperanza de tener la oportunidad de construir una vida plena o de que nuestro país sea lo que deseamos que sea. Con todo esto, vamos erosionando este tejido social que nos mantiene unidos como sociedad.
Con todo y la algarabía que pudiera aparentar la celebración del día de muertos, se trata de una ocasión una vez al año, donde podemos vivir públicamente nuestros duelos, donde está bien sentir tristeza por los que ya no están y cubrirnos de esperanza de que trascenderemos nuestra propia muerte.
En el día de muertos, cada altar cuenta y es respetado y valorado, como testimonio de que ninguna vida pasa en vano. Se trata de un momento único en que se vale detener colectivamente el ajetreo cotidiano para reconocer y dejar fluir las lágrimas por nuestras pérdidas y quebrantos, y hablar con ellos y decirles cuan valiosos son para nosotros. El día de muertos es en el que vivimos el derecho al duelo, donde nuestra pérdida deja de ser anónima y donde el ahogo de la melancolía se alivia con el reconocimiento del valor de nuestra pérdida, permitiéndonos lucir la cicatriz que nos ha dejado, como testimonio de que una vez, algo bello nos pasó.