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Nudos de la vida común. El corazón de la inercia.

Primera Parte

“Si algo he aprendido en la vida es a no perder el tiempo

intentando cambiar el modo de ser del prójimo.”.

  • Carmen Martín Gaite

Resulta interesante cómo con frecuencia, los seres humanos apostamos nuestros logros al cambio de los demás. Por ejemplo, en la relación de pareja, pareciera que la felicidad está al alcance del cambio que el otro haga según mis expectativas. O bien, en la empresa, pareciera que la magia sucederá en el momento en que los colaboradores comprendan que deben ajustarse a patrones distintos de comportamiento para que la compañía sea exitosa. Incluso, como nación, hemos creído que los cambios de gobierno nos harán “menos” nosotros y “más” lo que quisiéramos ser.

Desde luego que los cambios son positivos y casi siempre son la clave que detona las grandes transformaciones. Sin embargo, la demanda de cambios en el comportamiento, – aún cuando sea legítima, como en el caso de una relación laboral -, puede resultar sumamente agresiva. Pedirle a alguien que cambie tiene un mensaje subyacente de rechazo a lo que la persona es, o bien, de un condicionamiento para mantenerlo en un status de aprecio hacia su persona.

Y sí, las personas podemos cambiar tanto en lo individual como en lo colectivo, pero ello pasa cuando decidimos hacerlo.  Esta decisión puede ser inspirada para lograr una verdadera metamorfosis, más no exigida.

La razón de ello es que emprender un cambio significa enfrentar una lucha entre un conjunto de fuerzas que nos protegen como una esfera de certidumbre de lo conocido y un grupo de razones que intentan seducirnos de que hay algo mejor para nosotros.

Las fuerzas que nos mantienen en nuestra inercia particular, son muy poderosas, pues es el área de lo ya conocido, donde hemos experimentado cierto nivel de éxito, o al menos donde sabemos que podemos sobrevivir.  Muchos les llaman la zona de confort, pero en muchos casos, como son las adicciones, son zonas de verdadero sufrimiento, pero aún así representan una mejor alternativa a los infiernos personales.

En las empresas, por ejemplo, el tener un posicionamiento ventajoso sobre la competencia, el contar con un flujo de efectivo garantizado, aunque sea pequeño, así como los hábitos, las creencias colectivas y las capacidades de los miembros de la organización pueden ser fuerzas que inhiben el cambio de manera contundente.

Para los individuos, el status quo puede estar satisfaciendo necesidades humanas básicas, como la pertenencia a un grupo social – familia y/o amigos -, recibir atención y afecto y ser aceptados.  Ante la potencia de estos beneficios del entorno presente, se desarrolla una vigorosa resistencia al cambio para así protegerlos, donde la posibilidad de un futuro mejor parece tan solo una ilusión vana.

Es entonces que las amenazas parecen la herramienta eficaz para arengar un cambio: “no te llevo al parque”, “termino nuestra relación”, “alguien más puede hacer el trabajo mejor que tú”.  El miedo puede orillar un cambio, pero éste será superficial y dañará la autopercepción del individuo, además de provocar un rencor dirigido hacia el amenazante, o incluso, un resentimiento social.

Pero el cambio es una realidad y de hecho, se dice que la única constante. Robert Dilts, uno de los más influyentes precursores de la programación neurolingüística, propone un modelo de aprendizaje y cambio que puede ayudarnos a desatar este nudo tanto en lo individual como en las empresas y las sociedades.  Con un enfoque sistémico, Dilts señala que los procesos y comportamientos humanos son resultado de la interacción de otros procesos subyacentes. De esta forma, señala seis niveles lógicos de la experiencia humana: el entorno, el comportamiento, las capacidades, las creencias y valores, la identidad y la espiritualidad.

Dilts explica que nuestro entorno es producto de nuestro comportamiento. Por ejemplo, una ciudad limpia es el resultado de ciudadanos comprometidos con el cuidado ambiental.

Pero nuestros comportamientos no dependen de nuestros buenos deseos, sino de las competencias que hayamos adquirido. Ganar una justa deportiva no es producto de la suerte, sino del esfuerzo y la disciplina que desarrolla nuestras capacidades.  Mantener relaciones interpersonales positivas, es fruto de una inteligencia emocional adecuadamente gestionada.

Sin embargo, dice Dilts, para obtener una competencia, ésta debe corresponder a nuestros valores y creencias.  En lo personal, me he topado con personas que aseguran que están negadas para aprender un segundo idioma, pero desde mi experiencia, he descubierto en ellas que en realidad el valor de comunicación en una lengua extranjera resulta muy lejana en su lista de prioridades en lo que evalúan como importante para lograr sus objetivos personales o bien, a que realmente han interiorizado una creencia de carencia de aptitud. 

El nivel que sustenta nuestros valores y creencias, es ni más ni menos que nuestra identidad: lo que creemos que somos, la forma en que nos autodefinimos. Y es aquí donde nuestra autopercepción y autoestima resultan ser aspectos críticos en nuestra capacidad de cambio y aprendizaje.

En el corazón de este complejo sistema, se encuentra la espiritualidad, entendida como aquello más grande que nosotros, a lo cual pertenecemos o de lo que emanamos.  Puede tratarse de una concepción religiosa, más no se limita a ello.  Estar vinculados a un país, una empresa o una familia  que consideramos exitosa o fracasada, por ejemplo, va a definir poderosamente nuestra identidad.

Con este marco de referencia, Dilts afirma que para lograr un cambio en un nivel, debemos incidir en al menos un nivel más profundo.

Si busco, por ejemplo, mejores resultados en la empresa, seguramente necesitaré cambiar ciertos comportamientos de los miembros de la misma, y para ello, será indispensable ensanchar sus capacidades. Para que esto ocurra, estas competencias nuevas deben estar enmarcadas en los valores y creencias de los colaboradores. Y una creencia básica que resulta prerrequisito, es la de creer que pueden aprender y que el aprendizaje es valioso para ellos y para la organización.

Tomemos otro ejemplo con el que probablemente algunos podamos relacionarnos con facilidad. La queja típica sobre los adolescentes es su comportamiento.  Quienes hemos lidiado con este grupo poblacional, probablemente podamos dar fe de que restringirles beneficios presentes y prometerles algunos nuevos, no producen un resultado duradero.  Esto sucede porque estamos tratando de generar un cambio en el nivel de comportamiento usando herramientas del mismo grado. Tú te portas de esta forma, yo me porto de otra.  En realidad lo único que estamos haciendo es engancharnos en su nivel.

El adolescente atraviesa por una fase de desarrollo en que trata de descubrir su identidad, y su comportamiento es únicamente una consecuencia. Para apoyar al adolescente a transitar por esta etapa, necesitamos incidir en un nivel anterior, su espiritualidad, nuevamente entendida como su pertenencia a algo superior a él. Es por ello que los equipos deportivos, los grupos juveniles y los ambientes estudiantiles saludables resultan tan nutritivos para un adolescente.

En conclusión, para lograr vencer la inercia, es importante llegar al corazón de la misma, e identificar el nivel al que pertenece el cambio que se busca, y a partir de ello, diseñar estrategias para incidir en al menos un escalón más profundo. 

Si ustedes me acompañan, estimados lectores, en las próximas ediciones estaremos explorando cómo promover cambios en lo personal, en lo social y en el contexto empresarial. Espero seguir contando con el regalo de su tiempo.

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