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Nudos de la vida común. El colaborador infiel y la empatía

El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan – Karl Marx

Esta semana, apreciables lectores, les comparto algunas reflexiones  sobre un nudo de la vida común muy escabroso: la confianza entre empresarios y empleados.

Hace unos días, un buen empresario, profesionista,  amigo y lector de esta columna me comentaba sobre una realidad que observa en la relación empresa – trabajadores: la traición de la confianza. Me decía que le ha tocado atestiguar en varias ocasiones  pequeños empresarios que enseñan a sus trabajadores el oficio del negocio, y al ver crecer sus capacidades, les delegan poco a poco responsabilidades y un día, de manera inesperada, los ven abandonar su centro de trabajo, llevándose con ellos clientes y contactos con los cuales inician su propia empresa y en ocasiones, hasta arrastrando el prestigio de su patrón anterior.

Pero éste no es el único riesgo que el empresario corre con su personal:  también le toca encarar robos hormiga, fraudes, negligencia en el trabajo, impuntualidad, chapulineo[1], falta de compromiso, abandono del trabajo sin aviso, o por el contrario, renuncia al trabajo seguida de una demanda laboral, entre muchas otras conductas malintencionadas y que perjudican la marcha del negocio.

Y puedo entender la desazón de  los empresarios que han estado en el ojo del huracán por la complejidad del cumplimiento de compromisos laborales durante la pandemia, con una contingencia extendida y bajo la presión de conseguir recursos y evitar el quiebre de la empresa, expuestos como los villanos de la película pero además viviendo la experiencia del colaborador infiel.

Sin embargo, los empresarios no son ni los héroes ni los alevosos de la historia. Ni todos los trabajadores son desleales y marrulleros ni todos son comprometidos y fieles. Se trata de una relación entre personas.

Históricamente, todos los grupos sociales han tenido una organización natural para lograr la convivencia del colectivo. Se asume o se otorga el poder a alguien para regular las relaciones internas y ser representados frente a grupos externos; se divide el trabajo y las responsabilidades y se reparten los beneficios.

Sin embargo, en este último punto, al no existir siempre equidad, se enciende el antagonismo entre los subgrupos de esta estructura, surgiendo la desconfianza, animada con frecuencia por ideologías que se enfocan en azuzar el conflicto más que por recuperar la justicia y la armonía.

Así, surge la concepción de que la sociedad se distribuye en clases sociales que tienen el objetivo de sacar ventaja una de la otra y que por ello deben estar en pugna. Y peor aún, estas ideas empiezan a transformarse en una valoración equivocada de la dignidad humana: eres más o menos persona si perteneces a uno de esos subgrupos – empresario o trabajador, culto o ignorante, hombre o mujer, líder o seguidor, blanco o negro,  de derecha o de izquierda, cristiano o musulmán, entre muchas otras divisiones y creencias falsas de ser más o menos valioso según el subgrupo al que perteneces.

Ante esta visión antagónica de las relaciones humanas que se manifiesta también en las laborales, la desconfianza aparece como una consecuencia casi automática.  De hecho, cuando un pequeño o mediano empresario busca un nuevo colaborador, la primera característica que solicita es “que sea de confianza” y el goce de derechos plenos como trabajador sucederá en el momento en “que se gane la confianza[2]”. Y justo ahí es donde inicia la historia de un colaborador infiel. Como trabajador, ¿Cómo confiar en alguien que de entrada te anuncia que no confía en tí? Y no se trata tampoco de confiar a ciegas (para eso existen herramientas de atracción, reclutamiento y selección de personas). La confianza no se gana ni se otorga. La confianza se construye.

La confianza es una conexión humana que se prende en un punto donde empatamos como personas desde el respeto a nuestra individualidad y la apreciación de nuestras diferencias.

Entonces, para empezar a aflojar este nudo, lo primero que necesitamos es reestablecer en nuestra consciencia la igualdad de la dignidad de las personas, independientemente del rol social, de las capacidades, las creencias, las habilidades, los aciertos y errores de vida y las carencias. La empatía real se vive cuando veo en el otro alguien igual a mí, no cuando siento lástima por su situación y magnánimamente le tiendo la mano por sentirme en una posición superior a él (y pensando para nuestros adentros que somos generosos por ello).

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad[3].  Desde la posición de poder de la empresa, corresponde a ella el tejido de esta relación, partiendo de un proceso de selección de colaboradores efectivo y eficiente, un entrenamiento eficaz, un acompañamiento y dirección del trabajo continuo, una corrección oportuna y la creación de oportunidades de desarrollo de la persona en todas sus dimensiones.

Por supuesto, hay personas con habilidades, valores y hábitos sólidos y que tendrán mucho que aportar a la empresa. Pero aún ellos, en ambientes laborales donde reine la desconfianza, haya ausencia de reconocimiento y malas condiciones laborales tendrán un desempeño pobre y emigrarán pronto buscando mejores horizontes.

Los buenos colaboradores no nacen, se hacen. Los colaboradores excepcionales, se tallan a mano.

 

Post data: Hago una invitación pública a dejar de llamar empleados a las personas que trabajan con nosotros. El término empleado implica el “uso” de la persona, lo cual la reduce a una herramienta de trabajo. Al llamarlos colaboradores, hacemos alusión a la fuerza del trabajo conjunto.

 

[1] Dícese de la práctica de los empleados de un sector productivo de “brincar” de empresa en empresa del mismo giro.

[2] Un ejemplo de ello es la malsana y extendida práctica de registrar a los trabajadores ante el IMSS dos o tres meses después de su ingreso al trabajo con la idea de que en ese momento “ya se puede confiar en ellos”.

[3] Frase reconocida a Stan Lee en la historieta Spiderman, pronunciada por el tío Ben. Sin embargo, existen fuentes que la atribuyen a Albert Einstein, a William Lamb e incluso a Winston Churchill.

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