El día de muertos en Michoacán es una tradición llena de color que invita a la más profunda reflexión. Se trata de un reencuentro amoroso y festivo con las personas que han concluido su vida en esta tierra. Son días de reconciliación con nuestros difuntos, donde nuestros desacuerdos y los desafíos de la convivencia en vida, ya no importan. Se purifica el recuerdo de nuestros seres amados y se alienta la esperanza de que nuestro vínculo no termina con la muerte. Les rendimos tributo poniendo sus fotos en altares y colocando ofrendas que nos recuerdan sus gustos y aficiones. Alrededor de ellas, rememoramos su esencia comentando las anécdotas de la vida que tuvimos en común.
La ciudad se ha vestido de recuerdo y añoranza. Morelianos de todas las edades han adoptado cada rincón de la ciudad para anunciar la vida, de los que estamos y de los que ya no están. Por unos días, se han borrado esas profundas diferencias que nos han hecho vernos como rivales, para reencontrarnos en nuestro destino común: la vida eterna.
Caminando por las plazas de la hermosa Morelia, se puede respirar en el ambiente esta comunión de amor entre vivos y muertos. Salimos a las calles como sobrevivientes de una pandemia que si bien aún no termina, parece darnos una tregua y nos da un breve permiso de vivir nuestras costumbres. El aroma a cempasúchil acaricia nuestro olfato mientras que las veladoras nos recuerdan que una pequeña luz es suficiente para romper la oscuridad.
Habitantes de la ciudad y turistas nos detenemos a mirar las imágenes y a preguntarnos sobre la vida de esas personas que hoy se les recuerda. Creamos en nuestra imaginación una historia juntando las pistas que nos da cada altar y calmamos por un instante, nuestro miedo a desaparecer del todo.
Héroes inspiradores, ciudadanos ejemplares, madres amorosas y valientes, científicos prominentes, hermanos amados, entre muchos otros, son los protagonistas de estas ofrendas. Sus testimonios de vida nos reconcilian como humanidad y despiertan nuestra admiración por tan valiosas existencias.
Sin embargo, este año, en el recorrido de altares por la calzada de San Diego, un espacio se torna profundamente oscuro, donde el dolor encapsula el ambiente. La foto de Jessica está acompañada por imágenes de más mujeres cuya vida fue robada brutalmente por un feminicida. En este altar, no hay más sabor que la amargura y no hay forma de celebrar la vida, pues ésta ha sido robada. Este altar es un luto perpetuo que cala en el alma, pues la demora de justicia no permite cerrar las heridas. Cada día de espera por una sentencia, es una prolongación al infinito de la agonía de familiares y amigos.
Mientras no haya un veredicto, no hay forma de iniciar el difícil y penoso proceso de elaboración de duelo. El fallo es solo un inicio en la impartición de justicia, pues no hay nada que repare un daño de esta dimensión. Aún cuando creamos firmemente en una vida superior después de la muerte, nuestras mujeres asesinadas ya no caminarán por nuestras calles, ya no volverán a reír, ya no las veremos cumplir sus sueños, ya no las volveremos a abrazar.
Como sociedad, estamos en deuda con las víctimas de feminicidio. Necesitamos proteger el derecho al duelo de las familias que sufren por la pérdida violenta de sus mujeres. Necesitan respuestas que les permitan cerrar este ciclo de dolor. La sentencia es apenas el primer paso para empezar a trabajar una pena tan inmensa. Todavía falta un recorrido largo de vivir la tristeza, encontrarse con la soledad de la ausencia, permitir que la aceptación acaricie el alma y un día, llegar al perdón que traiga la paz.
En ese altar, vemos rostros que deben dolernos a todos. En esas fotos, la muerte no es burlada por el imaginario de un reencuentro. Esas fotos, son la imagen lacerante del reclamo a una sociedad que contiene una violencia tan brutal. El daño jamás podrá ser reparado. Pero el crear las condiciones que garanticen que no habrá ni una víctima de odio más, desde las leyes, pero también desde valores humanos reales y compartidos por todos los miembros de la sociedad, traerá un poco de alivio y consuelo. Mientras tanto, ese es el altar que no debía estar.