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Nudos de la vida común. Cuando la justicia no alcanza

No somos responsables de lo que nos quiebra, pero podemos ser responsables de lo que nos vuelve a juntar. Nombrando el dolor es como comenzamos a reparar nuestras partes rotas

  • Desmond Tutu

A propósito de la reforma al poder judicial federal, pero sin pretender entrar a fondo- al menos en este nudo – sobre ella, algo en lo que podemos estar de acuerdo tanto detractores como entusiastas de la misma, es que no estamos satisfechos con la impartición de justicia en México. Y me aventuro a especular que este descontento no es exclusivo de los países como el nuestro donde la justicia tiene precio, sino que más bien tiene ver con una muy humana necesidad de igualar el marcador con aquél que nos hizo daño, en la búsqueda de aliviar nuestras heridas.

Un sistema de justicia, en teoría, tiene como objetivo preservar el estado de derecho y el respeto a los derechos humanos de su grupo social. En palabras más coloquiales, busca proteger que el derecho de unos no atente contra el derecho de los otros. Cuando eso sucede, el objetivo primario es la reparación del daño, mientras que el objetivo último, es la restauración de tal estado de derecho, garantizando la no repetición del delito.

Sin embargo, la justicia difícilmente logra estos objetivos. Hay daños que son tan complejos que ni los propios ofendidos pueden dimensionarlos durante y después del proceso de impartición de justicia. Tomemos por ejemplo un divorcio. El juez toma decisiones sobre los bienes que compartía la pareja y sobre la custodia y manutención de los hijos. Puede ser que una de las partes se vea favorecida logrando quedarse con una tajada más grande y podríamos pensar que eso le proporciona al supuestamente resarcido alguna tranquilidad, al conseguir cierta estabilidad económica o social. Pero tal decisión no logra hacer nada por las emociones tan profundas que envuelve la separación: la pérdida del proyecto de vida, la vulnerabilidad frente a un futuro incierto, el miedo a la soledad, el sentimiento de rechazo y de fracaso, o quizás incluso de humillación. O pensemos en un despido injustificado. La autoridad puede condenar al antiguo patrón a indemnizar económicamente al empleado, y con eso éste ganará tiempo en lo que logra un nuevo proyecto profesional y monetario, pero la pérdida de confianza en sí mismo y en los demás, los planes desbaratados, la incertidumbre de cómo hacer frente a las necesidades, la disolución de la percepción del valor y respeto propio, la vergüenza a la que se somete al caminar por los pasillos con la cajita llena de objetos personales, resquebrajan el espíritu de la persona. Como todas estas – y otras – emociones irrumpen en la vida de manera tan abrupta y confusa, y se mezclan con un contexto legal casi incomprensible, resulta difícil identificar lo que nos sucede internamente, y mucho más complicado aún, es definir qué puede calmar nuestro dolor. Esta falta de claridad dentro de un periodo de turbulencia emocional, nos crea la ilusión de que la única forma de satisfacer nuestra necesidad de alivio, es que quien nos hizo daño, sufra al igual que nosotros. Es decir, buscamos en la justicia, venganza, pues dentro de nosotros, sabemos que hemos quedado tan rotos, que realmente no hay nada que repare nuestro daño.

Y no se diga cuando se trata de la pérdida de un ser querido, víctima de la imprudencia o de la locura de otros, frecuentemente acompañada de la cómplice revictimización de una sociedad indolente que calma sus miedos pensando que la persona se puso en la situación para ser lastimada y que eso no les pasará. Ninguna sentencia va a ser suficiente para sanar tanto dolor.

Más aún, muchos delitos causan heridas no solo en los ofendidos. Hay crímenes que laceran nuestra vida común, como los feminicidos, la trata de personas y el abuso infantil, entre otros. Estos nos hacen conscientes de la terrible vulnerabilidad en que vivimos día a día y que el estado de derecho es una oprobiosa ficción.

Cuando la justicia no alcanza, nos queda el perdón. Cuando hemos sido dañados, el ofensor queda por encima de nosotros, pues pasó sobre nuestra dignidad y sobre nuestros derechos. Culturalmente, hemos aprendido que otorgar el perdón es un acto de humildad que nos pone en un escalón aún más bajo frente al otro. Pero en realidad, el perdón nos eleva y nos recupera nuestro verdadero valor, pues decidir por la paz y el amor sobre el rencor, es un acto de verdadera magnanimidad.

Pero el perdón no es un acto privado, sino que es necesario a nivel colectivo para recuperar la vida común, para que también las víctimas indirectas recuperen la seguridad y fortaleza en un estado de derecho restituido, con algún nivel de confianza de que no volverá a ocurrir ni una ofensa más.

El holocausto, por ejemplo, es uno de los episodios más terribles y vergonzosos de la humanidad. Ni los juicios de Numberger que condenaron a algunas cabecillas nazis a la muerte y a la prisión perpetua, ni el mismo suicidio de Hitler, trajeron paz a los judíos. La falta de reconocimiento del daño por parte de los nazis y la falta de perdón por parte de los judíos, probablemente ha creado un tremendo resentimiento social e histórico donde el Estado Israelí, que cobijó a un pueblo anteriormente víctima, se ha convertido en perpetrador en el terrible genocidio en Gaza. Las víctimas, en su necesidad de salir del pozo social en qué han sido arrojadas, necesitan ver a alguien más abajo, para sentir que respiran, y con frecuencia, dan paso a una nueva generación de victimarios.

El perdón no borra las heridas, pero si las cicatriza y permite, cómo decía Desmond Tutú, la oportunidad de un nuevo comienzo, de retomar la vida desde un lugar más alto, donde reside la paz y la esperanza..

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