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La investidura presidencial

El sistema de gobierno presidencial fue creado en Estados Unidos de América y fue imitado más tarde por todos los países latinoamericanos, a medida que afianzaban su independencia. Otros países de Asia y África también cuentan con ese tipo de gobierno. Pero en las democracias más sólidas de Europa, Asia y Oceanía, es más común el sistema parlamentario, trátese de repúblicas o de monarquías constitucionales. La singularidad de la institución presidencial americana es que la jefatura del gobierno y del Estado se depositan en una misma persona.

El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, era muy consciente de la importancia de dar valor y respetabilidad a la investidura presidencial. Se trataba de construir una institución con dignidad y legitimidad propia, en oposición al sistema monárquico prevaleciente en todas las potencias europeas de la época. A diferencia de la legitimidad de los reyes, fundada en la tradición y el derecho dinástico, la respetabilidad de un presidente elegido por el pueblo tenía que ganarse por su apego a la ley, respeto a los contrapesos republicanos y seriedad personal. Para ser respetable, Washington prestó atención a todos los detalles. Como él decía, el presidente no iba a representar un partido o facción, sino al gobierno de toda la república. Cuidaba desde su imagen física, descrita por sus contemporáneos como alta, vigorosa, con la postura correcta y ataviada siempre con elegancia, hasta su conducta pública, permanentemente seria, solemne y formal. Esto incluía el trato con otros actores políticos y el respeto a la ley en todas las acciones de su gobierno. De hecho, incluso debía moderarse y nunca abusar ni devaluar la palabra presidencial. Los primeros presidentes de Estados Unidos no pronunciaban demasiados discursos. Washington pronunciaba tres discursos formales por año y Jefferson cinco. Podríamos resumir las cualidades de la investidura presidencial, según el modelo originario de Estados Unidos, como seriedad, responsabilidad y respeto a la ley. 

Es evidente que los émulos presidenciales de otras latitudes no siempre han cumplido ese modelo. De hecho, en Estados Unidos tampoco ha sido una regla invariable. En la historia de América Latina abundan los presidentes no solamente autoritarios e irrespetuosos de la ley, sino poco serios y estrafalarios; algunos han parecido más comediantes que jefes de Estado y de gobierno. La falta de seriedad no sólo daña la imagen personal del gobernante; inflige descrédito a la democracia y a la política en general.

En 1996, en Ecuador, dio inicio la presidencia de Abdalá Bucaram, quien imprimió a su gobierno un estilo mesiánico y personalista. Se ufanaba de ser un loco que amaba a su pueblo. Se distinguió por sus desplantes grotescos en los medios de comunicación: lanzó al público un disco musical con canciones grabadas por él mismo; usaba un bigote igual al de Hitler (a quien admiraba) y se lo afeitó ante las cámaras de televisión para distraer al país de los graves problemas económicos y de corrupción que lo azotaban; asistió al concurso de la Reina Mundial del Banano, donde cantó rodeado de mujeres semidesnudas, y en una ocasión ofreció una disculpa pública a los burros por haber llamado burros a otros políticos ecuatorianos. La política se volvió un espectáculo degradante. Un año y medio después y tras una serie de protestas populares, el Congreso Nacional, sin mayor trámite ni dictamen médico, por una exigua mayoría lo destituyó “por incapacidad mental”.

En Venezuela, Hugo Chávez hizo de su presidencia un espectáculo cotidiano, muy popular y a la vez deplorable. Constantemente pronunciaba discursos improvisados, descalificaba a los medios, insultaba a los opositores y retaba soezmente al gobierno norteamericano. Semanalmente transmitía en cadena nacional su programa de radio y televisión Aló Presidente, en el que hablaba sin cesar (en promedio, durante seis horas) para exaltar sus logros de gobierno, burlarse de la oposición, contar chistes, hacer alusiones machistas y publicitar productos de empresas estatizadas. Con frenesí, Chávez arrasó a la economía y las instituciones democráticas. La vida pública de Venezuela -que, mal que bien, había disfrutado de una democracia bipartidista por casi 40 años continuos- se degradó como nunca. La muerte temprana interrumpió la presidencia de Chávez, pero el sucesor ha repetido el estilo vulgar de gobernar (aunque con menos talento que su padrino).

Paradójicamente, el país que inventó la institución presidencial padeció recientemente a un presidente, Donald Trump, que desprecia la ley y las instituciones y se proyecta a sí mismo como un espectáculo de carpa. En sus mítines gesticula procazmente, se burla de sus adversarios, baila, ofende a sus vecinos, promete lo imposible y miente con un cinismo inigualable. Trump culminó su gobierno con el desconocimiento de las elecciones que perdió y el asalto al Capitolio. Nunca, en toda su historia de más de 200 años, la presidencia de Estados Unidos había sido tan grotesca y destructiva. Y no es imposible que se repita.

Aunque las conductas cómicas y populacheras de un gobernante puedan atraer el aplauso fácil de algunas multitudes, a la postre degradan la política y, eventualmente, pueden no solamente banalizar la democracia, sino destruirla.

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