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El mito del fraude electoral

En la época del sistema de partido hegemónico en México, la competencia electoral fue escasa, y cuando la había, era común que se distorsionara a favor del partido oficial, gracias al control que el gobierno ejercía sobre los procesos electorales. Esa larga experiencia creó entre varias generaciones de mexicanos la creencia de que las elecciones eran siempre fraudulentas. La realidad era un tanto diferente: el PRI gozaba de un amplio respaldo popular –en buena medida encuadrado en sindicatos y organizaciones campesinas y urbanas- y sólo ocasionalmente enfrentaba a una oposición fuerte. Cuando esto ocurría, podía echar mano de los recursos gubernamentales para asegurarse el triunfo.

Este modo de operar las elecciones cambió radicalmente, primero, con el despertar democrático de la sociedad y luego con el nacimiento del Instituto Federal Electoral (1990), y más aún cuando éste adquirió plena autonomía constitucional en 1996. Además, las elecciones y la propia autoridad electoral quedaron sujetas a un sistema de normas legales y procedimientos muy estrictos, detallados, vigilados y hasta abigarrados para impedir cualquier alteración de las votaciones y sus resultados. Objetivamente, el fraude electoral se volvió imposible. Pero las creencias suelen perdurar más que los hechos; el pasado transfigurado por la memoria puede pervivir en la forma de mito.

Hay que subrayar que la garantía de elecciones legales, auténticas y transparentes no depende esencialmente de la calidad ética de quienes encabezan los organismos electorales. Sin duda, esta es una cualidad exigible e importante, pero lo más decisivo es la fortaleza institucional, es decir, el sistema de normas que regulan, limitan y hacen vigilar la actuación de todos y cada uno de los funcionarios que intervienen en las elecciones. En otras palabras, el fraude electoral se volvió imposible no sólo porque las autoridades electorales no quieran hacerlo, sino porque no pueden hacerlo. Expliquemos sucintamente las reglas, procedimientos y prácticas que hacen imposible alterar la votación emitida por los ciudadanos.

En el principio está el padrón electoral. Desde 1990 empezó a confeccionarse un padrón electoral exhaustivo, eficiente, moderno y siempre verificable, acompañado de credenciales infalsificables para votar, que garantizan que sólo pueden sufragar (y una sola vez) quienes tienen derecho a hacerlo.

El eslabón siguiente es igualmente decisivo para la limpieza electoral: quiénes reciben y cuentan los votos ciudadanos. El procedimiento mexicano para integrar las Mesas Directivas de Casilla es abigarrado, pero impecable. De la lista nominal se sortea al 13% de ciudadanos de cada sección electoral a partir del sorteo de la letra inicial del apellido; se les notifica a invita a participar; se capacita a un gran número de ciudadanos y ciudadanas, se selecciona a los más aptos (bajo vigilancia de los Consejos Distritales) y por último se selecciona por sorteo a las personas necesarias para integrar la casilla. No hay concertación entre éstas, y más bien se vigilarán unas a otras.

Para votar, los ciudadanos se identifican con su credencial vigente, se verifica su nombre en el listado nominal y votan en secreto, protegidos por mamparas. Además, durante la jornada electoral las casillas estarán vigiladas por representantes de todos los partidos. Al final, se cuentan los votos y se llenan las actas de casilla ante los ojos de los representantes de los partidos, a quienes se entregan copias de actas de cómputo infalsificables. En esas actas reside la verdad primigenia y verificable de los resultados electorales, casilla por casilla.

Tres días después de la jornada electoral se reúnen los Consejos Distritales, integrados por un presidente, consejeros electorales independientes y representantes de partido. Entre todos cotejan, una por una, las actas de escrutinio y cómputo en posesión del Consejo y de los partidos, para verificar su coincidencia. En caso de diferencias o dudas, vuelven a contarse todas las boletas, una por una y a la vista de todos.

Con todos esos procedimientos, objetivamente no puede haber falsificación de las votaciones. Aun así, los partidos pueden impugnar los resultados ante el Tribunal Electoral y éste los califica en definitiva.

Hay otras normas que regulan la competencia electoral para asegurar su equidad: acceso gratuito de todos los partidos a los tiempos de radio y televisión; financiamiento público y fiscalización de ingresos y gastos de los partidos y candidatos; vigilancia a los servidores públicos para que no intervengan en los procesos electorales; observación electoral por ciudadanos independientes; tiempos de precampaña y campaña, y un largo etcétera para cuidar que las elecciones reflejen fielmente la voluntad ciudadana.

Así, el fraude electoral, entendido como adulteración de las votaciones emitidas por la ciudadanía, es técnicamente imposible. Hablar de él es cultivar un mito con fines ideológicos o una mentira deliberada.

Esto no quiere decir que la competencia electoral sea perfecta. Hay, antes de la jornada electoral, prácticas clientelares y diversas formas para coaccionar el voto -sobre todo de segmentos de población socialmente vulnerable- que pueden afectar la libertad plena del sufragio. Comprensiblemente, esas prácticas dependen de la disposición de recursos económicos y de poder, y quienes los poseen en mayor medida son los gobiernos; cuanto mayor sea su nivel, pueden influir más. De ahí la importancia de que haya una autoridad electoral autónoma para vigilar y frenar esos intentos de cualquier gobernante o servidor público.

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