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Deslealtad a la democracia.

Las escenas de este miércoles 6 de enero en torno al Capitolio y dentro de él, quedarán grabadas en la historia de Estados Unidos como uno de los episodios más vergonzosos. La tentativa de los seguidores de Trump -alentados abierta e iracundamente por él mismo- de impedir la sesión del Congreso que debía formalizar la elección de Joseph Biden y Kamala Harris, adquirió visos de insurrección y hasta de golpe de Estado. La asonada fracasó gracias a la fortaleza de las instituciones y al deslinde de muchos republicanos de la aventura sediciosa, pero mostró una vez más que las democracias, para subsistir, requieren de demócratas, es decir, de políticos y ciudadanos que respeten las instituciones y las leyes, aunque algunas no les gusten.

El asalto al Congreso fue insólito, pero no sorpresivo, ya que el presidente Trump anunció desde antes de la elección que no reconocería una eventual derrota. Y una vez que conoció votaciones adversas, Trump intentó cambiar los resultados electorales mediante todo tipo de maniobras. Intentó evitar el conteo de votos por correo que estaban en camino, aduciendo que habían sido manipulados. Impugnó los resultados en cuantos tribunales pudo y perdió en todas las instancias judiciales (aun aquellas donde había colocado jueces afines), simplemente porque sus apelaciones carecían de evidencia. La prensa divulgó una grabación en la que el presidente Trump, sin pudor alguno, le exigió al secretario de Estado de Georgia Brad Raffensperger que sacara de donde pudiera 11,780 votos a su favor para cambiar el resultado electoral en su estado. La noche anterior al conteo ceremonial de los resultados de las elecciones por el Congreso Trump escribió en su cuenta de Twitter: “El vicepresidente tiene el poder de rechazar electores elegidos de manera fraudulenta”. Como último acto de su estrategia sediciosa, el presidente azuzó a sus seguidores a protestar en el capitolio, repitió sin cesar sus mentiras de fraude, enardeció a la masa e implícitamente la incitó a invadir la sede del Poder Legislativo. Cuando la violencia se desbordó en el capitolio, Trum pidió a sus seguidores, por Twitter, que se fueran a su casa, pero insitió en el cuento del fraude electoral. La repetición de mentiras incendiarias llevó a las empresas de redes sociales a bloquear las cuentas de Trump, regla que aquellas aplican a menudo contra usuarios que incitan a la violencia.

El rotativo londinense Financial Times manifestó en su editorial del 7 de enero: “La principal potencia del mundo y la más vieja de las democracias perdió el control de su capital el miércoles. El asalto a la legislatura estadounidense por una turba derechista suspendió sus actividades, obligó a políticos electos a esconderse … y costó vidas humanas. (…) Las instituciones estadounidenses han estado bajo ataque en el pasado. Nunca, sin embargo, por instigación de su propio presidente.”  Por su parte, The Washington Post escribió en su editorial institucional “La responsabilidad por este acto de sedición reside de lleno en el presidente, quien ha mostrado que su permanencia en el puesto presenta una amenaza grave a la democracia estadounidense. Debe ser removido.”

La evidencia histórica ha demostrado que la democracia funciona gracias a sus leyes, pero sobre todo a las costumbres y convicciones practicadas por ciudadanos demócratas. El politólogo Juan Linz escribió: “La caída de un sistema es normalmente el resultado de un cambio de la lealtad de los ciudadanos que se sentían verdaderamente comprometidos con el sistema.” Linz describe los conceptos de “lealtad”, “semilealtad” y “deslealtad” con el fin de explicar los comportamientos políticos en las democracias. La lealtad se caracteriza, entre otras cosas, por el compromiso de llegar al poder exclusivamente por medios electorales, rechazar la retórica y uso de la violencia y toda apelación no constitucional a las fuerzas armadas, así como tener la voluntad de entregar el gobierno incondicionalmente a quien haya sido electo legalmene. Esa lealtad y la aceptación de los resultados electorales por los grupos perdedores son esenciales para la supervivencia de los sistemas democráticos. Quienes no aceptan los resultados de una elección ratificada por las instancias legales, no son demócratas y suelen poner en peligro a la democracia.

Si bien las instituciones de Estados Unidos resistieron la tentativa golpista, el daño sufrido ha sido devastador y podría tardar muchos años en subsanarse. Hay más de 70 millones de ciudadanos que votaron por Trump, muchos de los cuales creen que hubo fraude. Estos últimos trumpistas no necesitan pruebas; les basta su fe en el líder. Probablemente Trump intentará refundar su movimiento político sobre el mito del fraude electoral. Por eso seguirá repitiendo, durante años, que si perdió la elección de 2020 fue porque se la robaron. Esta mentira echará raíces y envenenará los ánimos de elecciones posteriores. No faltarán otros políticos perdedores que aleguen fraudes y conspiraciones fantasiosas. Como candidato, como presidente y como perdedor, Trump ha sido desleal a la democracia. Mientras subsista su influencia política, la democracia norteamericana estará bajo asedio.

 

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