En 1961, la eminente filósofa alemana Hannah Arendt presenció en Israel el juicio seguido a Adolf Eichmann, uno de los dirigentes de la maquinaria nazi de exterminio de grandes masas de judíos. La reflexión que tales audiencias le despertaron se plasmó en el muy polémico libro Eichmann en Jerusalén (1963), en el que planteó la tesis central de “la banalidad del mal”.
Lo que Arendt advirtió en las respuestas y justificaciones que Eichmann daba a sus acusadores es que ese alto oficial nazi, planificador y administrador del complejo sistema de transporte hacia a los campos de concentración que acabó con la vida de millones de personas, parecía un hombre común y corriente. Las atrocidades cometidas bajo su dirección parecían ajenas a los criterios técnicos y administrativos con que determinaba las listas de prisioneros judíos que serían deportados y las rutas de los trenes que los llevarían a los campos de la muerte. El acusado, con la flema de un burócrata eficiente, sin asomo de sentimiento de culpa, alegaba que él no había matado a nadie directamente, que sólo obedecía órdenes y cumplía su deber.
Una de las conclusiones de Hannah Arendt fue que, para que el sistema totalitario y la maquinaria de exterminio masivo funcionaran, no se requería que todos los miembros activos del Estado fueran políticos fervientes ni torturadores psicópatas; entre estos dos estamentos había una extensa capa de funcionarios que organizaban y operaban la maquinaria de represión y muerte con la misma diligencia con que administraban la producción de alimentos y suministros para la guerra. Su trabajo era percibido por ellos mismos tan banal como cualquier otra función burocrática. De ahí el concepto de “la banalidad del mal”. Los funcionarios del régimen no tenían que ser especialmente malvados y sádicos (aunque muchos sí lo fueran); sólo tenían que ser obedientes de las órdenes, sin cuestionar su validez legal, ni su sentido moral ni sus consecuencias; sólo tenían que ser incapaces de pensar.
Arendt estaba muy lejos de atenuar la responsabilidad criminal de Eichmann y de muchos otros oficiales nazis. Lo que la filósofa buscaba era comprender (no justificar) cómo pudo ocurrir el triunfo del nazismo y, ya desde el poder del Estado, cómo los nazis desplegaron tanta maldad, tanta destrucción institucional y moral, ante la pasividad de la mayoría y con la complicidad de muchísimas personas.
La filósofa alemana naturalizada estadounidense equiparó el nazismo y el comunismo estalinista bajo el concepto de totalitarismo (Los orígenes del totalitarismo,1951). El Estado totalitario es animado por una visión del mundo que simplifica las contradicciones y complejidades de las sociedades en un esquema dualista (razas superiores e inferiores, nación y enemigos de la nación, proletariado y burguesía, socialismo y enemigos del pueblo). Bajo una concepción determinista de la historia, no duda de su destino final. Tanto en el Estado soviético como en el Tercer Reich, el Partido único encarna un sentido trascendental de la historia que, según su propia doctrina, todo lo justifica, inclusive el terror. Con tal mandato de la Historia, se impone la dominación absoluta de los individuos: “la dominación permanente de cada individuo en cada una de las esferas de la vida”, escribió Arendt. El Estado lo es todo; el individuo es irrelevante y superfluo.
Un componente decisivo para el funcionamiento de los regímenes totalitarios es la obediencia ciega y una lealtad fanática al líder supremo. La sumisión, voluntaria o forzada, se extiende por toda la pirámide del Estado y en la sociedad se imponen la resignación, el miedo, la simulación. Todos, desde el primer círculo del autócrata hasta los más modestos policías y empleados públicos, pasando por los dirigentes del partido, los altos funcionarios del gobierno, los legisladores, los jueces y muchos miembros de la élite intelectual, saben que su mejor oportunidad de subsistir y medrar es obedecer, aplaudir al líder y justificar todas las acciones del régimen, hasta las más inhumanas. La dominación totalitaria conduce al envilecimiento general. Entre los mediocres y sumisos, los más ruines pueden ascender en el gobierno y en la escala socioeconómica. Los otros -si sobreviven- quedan condenados al ostracismo.
Esos dos modelos clásicos de totalitarismo se derrumbaron, uno por la derrota en la guerra y el otro por atrofia y agotamiento desde sus entrañas. En nuestro tiempo, sólo quedan dos regímenes con estructuras y formas de dominación totalitarias: Corea del Norte y Cuba. Pero el análisis de Arendt también ofrece claves para comprender la dinámica de otros regímenes autoritarios como los que han surgido en los siglos XX y XXI. Aun sin alcanzar las formas de dominación absoluta de toda la sociedad, los regímenes autoritarios, una vez que debilitan o excluyen a la oposición, desmantelan la división de poderes y se deshacen de otras formas de contrapesos, imponen a todos los que pertenecen al bloque en el poder reglas ignominiosas de obediencia. Así logran que muchas personas ordinarias, que en otras circunstancias actuarían con decencia o un mínimo de decoro, se conviertan en siervos ciegos del líder supremo, del partido o del aparato burocrático, y sean capaces de cometer actos ruines sin asomo de culpa. El cinismo se extiende y el mal se banaliza.