Este 6 de junio, cuando los mexicanos salgamos a votar, estará en juego algo más que el cambio de poder en varias gubernaturas, los congresos estatales, el federal y las presidencias municipales. Como nunca en la historia de nuestro país, estarán en juego dos visiones políticas de lo que significa el ejercicio de gobierno. Y esto tendrá sin duda una repercusión de lo que será la democracia y la vida institucional en nuestro país.
Por un lado, está la visión del presidente Andrés Manuel López Obrador y su partido, Morena, para quien México se divide artificialmente en liberales y conservadores, división en la que caben, desde su óptica, los que lo apoyan y los que lo rechazan. Es una visión maniquea y centralista del poder, que raya a veces en el autoritarismo, pese a que los ropajes que utiliza el presidente sean los del demócrata liberal. Para AMLO, no existe otra ruta que la suya y quienes lo critican, así sea con razón, de inmediato ingresan en el mundo de los conservadores, que merecen la descalificación y el insulto.
Parapetado en un discurso de apoyo a las clases marginadas, el presidente no ha tenido empacho en asumirse en el lado correcto de la historia, asumiendo incluso que sus errores pueden ser tolerados porque lo guía una buena intención. Pero no es así: gobernar desde el recelo, desde el desdén al enemigo, desde la confrontación permanente sólo puede traer como consecuencia la polarización del país.
Por otro lado, existe una visión en la que se conjuntan diferentes voces, todas unidas con un solo objetivo, la derrota de Morena y el cambio de paradigma político. Se trata de alianzas de urgencia, en la que partidos antes adversarios, como PRI, PAN y PRD, han tenido que unirse porque solo de esa manera se puede poner un alto al absolutismo del partido en el poder. Todavía es una incógnita cómo podría ser un eventual gobierno aliancista, pero sin duda se trata de un ejercicio interesante, que puede servir de contrapeso para regular las ansias de poder eterno que pueda tener algún gobernante.
La visión del presidente y de Morena es un desafío permanente a la democracia y a las instituciones. Desde la polarización, desde el sectarismo, AMLO ha diseñado una conducta política que hoy podemos ver replicada, por ejemplo, en el líder de su partido, Mario Delgado, y en dos candidatos, Félix Salgado Macedonio y Raúl Morón, para quienes las instituciones deben someterse a sus caprichos, aunque violenten la ley.
La otra visión es más incluyente, pero falta una propuesta política que ayude a disolver las dudas respecto a si una alianza entre partidos rivales pueda prosperar, por más que hoy esto sea algo normal en diversos países, donde la unión de fuerzas ha servido para equilibrar la balanza política y el ejercicio del poder.
No es tanto que el país se debata entre autoritarismo y libertad sino entre la tentación del autoritarismo y la incógnita de una libertad de la que todavía no conocemos sus alcances. Algo sí es cierto: se debe salir a votar para que la democracia mexicana sea incluyente y nadie se sienta con derecho a imponer, amedrentar, polarizar, mentir, pontificar, dar lecciones de historia y moral. Ni AMLO ni su partido son los dueños del país. Pretender gobernar desde una visión centralista, en la que se cree encarnar un destino, no tiene sentido en una democracia. México es un país en el que todas las fuerzas políticas deben trabajar en un bien común, el bienestar de la gente, no para darle rienda suelta a las obsesiones de un solo hombre.