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Activismo presidencial en las elecciones


En los muchos meses de preludio de la contienda electoral por la Presidencia de la República, el fenómeno más frecuente y controversial ha sido el activismo político-electoral del presidente López Obrador. Cotidianamente hace propaganda a favor de su partido y sus potenciales candidatos, llama a votar por ellos para hacer nuevas reformas constitucionales, ataca con dureza a los opositores, hace escarnio de los probables contendientes y, en la práctica, parece impulsor y actor de una nueva campaña electoral.

Es cierto que en otros países el jefe de gobierno en funciones suele debatir políticamente y participar, directa o indirectamente, en campañas electorales (aunque, en general, evitando el uso de recursos públicos para esos fines). Pero en México, por su particular historia política, eso está expresamente prohibido por la Constitución y las leyes. Es pertinente recordar el pasado cercano que condujo a este diseño normativo del que ahora algunos actores políticos reniegan.

Las restricciones expresas al activismo político presidencial se originaron en la controvertida elección presidencial de 2006, la cual se decidió por un estrechísimo margen de votación: según las cifras finales, 233,831 mil votos, 0.56% entre el primero y el segundo lugar. Todas las verificaciones legales y técnicas confirmaron el resultado de la votación: el Programa de Resultados Electorales Preliminares, el Conteo Rápido, los 300 cómputos distritales, los recuentos de miles de casillas ordenados y ejecutados por el Tribunal Electoral, y el cómputo final a cargo de éste. Sin embargo, el perdedor no reconoció el resultado y alegó fraude, aunque sin probarlo. En amplias franjas de la población se sembró la convicción de que la elección fue fraudulenta, y esa creencia se convirtió en el mito fundador de un movimiento político que 12 años después ganaría las elecciones y hoy gobierna la mayor parte del país.

Si bien las cifras electorales fueron auténticas y debidamente probadas, es un hecho innegable que durante las campañas de 2006 hubo factores que afectaron la equidad de la contienda. Uno de ellos fue la propaganda en radio y televisión, una porción de la cual no fue contratada por partidos, sino por particulares no debidamente identificados o legitimados para hacerlo. Otro factor fue la propaganda del gobierno federal, en especial algunos anuncios en voz del presidente Vicente Fox como los siguientes: “No se debe cambiar de caballo a la mitad del río”; “Ahora tenemos un país mejor que ayer, y mañana, si seguimos por este rumbo, vamos a tener un país mejor que hoy”; “no se debe hacer caso del canto de las sirenas, ni de populistas y demagogos que van a cambiar todo”. La ley electoral de entonces no prohibía la contratación de propaganda política por particulares ni la propaganda gubernamental durante las campañas, pero muchos pensaron, con razón, que esas prácticas eran inequitativas. Así lo consideró también la Sala Superior del TEPJF, cuya sentencia señaló que, si bien se trataba de “mensajes indirectos o implícitos”, podían tener “carácter proselitista”, y que algunas alusiones críticas, aunque no se mencionaran partidos ni nombres de personas, conllevaban “animadversión un tanto encubierta”. La conclusión del Tribunal Electoral fue que “las declaraciones del presidente Fox Quesada se constituyeron en un riesgo para la validez de los comicios”, aunque no hayan sido determinantes del resultado.

La respuesta política e institucional a los reclamos de fraude y de inequidad en las elecciones de 2006 fue la reforma electoral de 2007. En la Constitución y la ley electoral se estableció la asignación gratuita a los partidos de tiempos en radio y televisión, y se les prohibió, a estos y a particulares, cualquier forma de contratación o adquisición de propaganda política en esos medios electrónicos. (En aquel entonces, los medios digitales no tenían tanta difusión como ahora y no fueron regulados). Además, en el artículo 134 constitucional se restringió la propaganda personalizada de los gobernantes, se estableció el deber de imparcialidad en el uso de los recursos públicos y se prohibió a los servidores públicos, de cualquier nivel, influir en la competencia entre partidos políticos. La competencia electoral ganó en equidad, al costo de limitar la expresión política de gobernantes e inclusive de particulares.

Esas nuevas disposiciones legales fueron, en gran medida, una conquista de los perdedores de la elección presidencial de 2006. Sin embargo, quienes desde la oposición exigieron emparejar la cancha de la contienda con esas restricciones, ahora, desde el poder, son los que más se quejan de ellas. Reclaman la libertad de expresión sin tales límites inclusive para el presidente de la República, como si éste fuera un ciudadano común. De hecho, la intervención del presidente López Obrador en la competencia entre partidos es más intensa, abierta y frecuente que aquella en que incurrió en su momento el presidente Fox.

La intromisión de servidores públicos en la contienda electoral y su renuencia a acatar las medidas dictadas por las autoridades electorales significan un desafío a la ley que eleva los riesgos de unas elecciones que, por sí mismas, serán sumamente complejas, competidas y enconadas. Puede discutirse si la solución de la reforma de 2007 fue la mejor o no, pero hoy sigue vigente y todos están obligados a respetarla. El jefe del Estado y del Gobierno tiene ese deber más que nadie.

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