El repique de campanas anunció el inicio de la misa por el primer mes del asesinato de Carlos Manzo. La misma parroquia que albergó el cuerpo presente del alcalde, lucía ocupada con el murmullo de los presentes que carga una tristeza pesada pero contenida. La ceremonia fue breve, sobria, marcada por la ausencia de cámaras, pues los medios tuvieron acceso sólo unos minutos, casi de forma accidental.
El sacerdote, dedicó su homilía a pedir por el descanso de Carlos. Habló de agradecer a Dios por haber puesto en el camino del pueblo a un hombre que, dijo, vivió por su gente. Nada más. No hubo discursos políticos y sí llamados a la justicia, esa frase que dejó a muchos mirando hacia el piso, como si cada palabra golpeara la herida abierta que aún no cierra.

Entre los asistentes destacaban tres figuras: Grecia Quiroz, la viuda y ahora alcaldesa; el regidor Víctor Hugo Saucedo, aún convaleciente de las lesiones del ataque; y Esteban Constantino, secretario de Obras Públicas y uno de los que acompañaba a Manzo aquella noche en la Plaza de los Mártires. Los tres ocuparon un banco discreto, juntos, sin protagonismos.
Al concluir la misa, un fuerte dispositivo de seguridad aguardaba afuera. No sólo custodios, también la mirada silenciosa de los habitantes que, pese al miedo, siguen acompañando el duelo público por su alcalde. La comitiva se dirigió caminando hacia las jardineras, a unos pasos del sitio exacto donde los disparos interrumpieron la vida de Manzo el 1 de noviembre.
Ahí, entre las vallas metálicas que resguardan el área y junto a la enorme calavera instalada semanas atrás por el Día de Muertos, que permanece intacta, como si el tiempo se hubiese detenido, Grecia colocó flores y veladoras. La acompañaron Víctor Hugo y Esteban. Permanecieron varios minutos. Ella, visiblemente conmovida; ellos, sosteniéndola más con gestos que con palabras. Fue un acto silencioso, casi íntimo, aún cuando decenas de ciudadanos observaban desde la distancia.
Después, la alcaldesa subió a su camioneta sin emitir declaración alguna. El vehículo se perdió entre el dispositivo de seguridad que resguardó cada movimiento.
Mientras tanto, el pueblo continuó con el ritual que no ha parado desde la noche del atentado; personas que llegan a dejar flores, velas, cartulinas con mensajes de despedida o reclamo. Otros simplemente se acercan, tocan la valla y se van. La escena es la misma desde hace un mes.
Las autoridades locales han dicho que habrá misas mensuales hasta llegar al aniversario del asesinato. Pero para muchos en Uruapan, lo que ocurre cada día en ese pequeño espacio entre jardineras ya es una ceremonia permanente, un recordatorio de lo que se perdió y de lo que aún no se esclarece.


