Hasta que se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos, será imposible erradicar la violencia
- Papa Francisco
La desigualdad, la violencia y la pobreza son hermanas trillizas. De repente, es muy sencillo pensar que la violencia es un tema de pérdida de valores en la sociedad y que la solución al problema es aplicar sanciones más severas y contundentes a delincuentes y criminales. Esta es una visión miope de la realidad que nos releva cómodamente de la responsabilidad que todos tenemos sobre estos problemas de la vida común.
Si bien el gobierno federal ha atizado la polarización y alimentado el encono entre los distintos grupos sociales, no es quién los creó. Esto, sin embargo, de ninguna manera disculpa al discurso de odio que se agrava día con día en nuestra nación ni suaviza lo repudiable que es sacar partido de las llagas del pueblo mexicano, engañándolo con que se están combatiendo estos males a través del otorgamiento de recursos en efectivo, cual limosnas, a través de los programas sociales.
En México, ser pobre es motivo de vergüenza, humillación y discriminación, tres experiencias humanas que son germen de frustración y dolor, que al ser el guión de vida de las personas, desembocan con frecuencia en violencia. En nuestro país, la pobreza, lejos de ser motivo de solidaridad, es considerada como falta de dignidad. Los espacios y servicios públicos son la evidencia más clara de que colectivamente aprobamos la desigualdad.
Consideremos varios ejemplos. Las escuelas públicas manifiestan infraestructura distinta dependiendo del sector al que atienden. Entre más pobre sea la comunidad, más descuidada y carente de medios y recursos didácticos se encontrarán y el nivel educativo será inferior, poniendo en desventaja a sus alumnos para poder aspirar a una preparación que les permita movilidad social.
Pensemos también en los servicios médicos. Quien cuenta con dinero, podrá pagar doctores y hospitales que recuperen su salud de manera rápida y adecuada. Quien no, pasará por filas y tiempos de espera prolongados para ser atendido; probablemente recibirá malos tratos en los hospitales y clínicas públicas y tendrá que resignarse a la falta de medicamentos. Como si su vida valiera menos.
O bien, volteemos a ver el transporte público, el cual se caracteriza por unidades desgastadas, sucias, con conductores que al ir tratando de ganar pasaje, manejan con exceso de velocidad y poniendo en riesgo la vida de los pasajeros. El tiempo de alguien que usa el transporte público, vale menos que el de quien posee un vehículo particular, pues no tiene forma de tomar control de sus tiempos de traslado pues siempre habrá incertidumbre si podrá o no tomar un transporte que lo lleve a su destino.
Otro ejemplo es cómo a las colonias populares se les raciona el agua potable, recibiendo cantidades solo unas pocas horas a la semana, mientras que las colonias pudientes cuentan con el servicio de manera ininterrumpida. En una colonia pobre, las calles no reciben mantenimiento y carecen de iluminación adecuada, poniéndolas en vulnerabilidad frente a la delincuencia.
Más aún, en un país lleno de corrupción, quien puede pagar un gestor o una mordida, se evitará filas para pagar una contribución obligatoria o para recibir una vacuna, y no le amargarán el día las caras largas de los servidores públicos.
Esta precariedad de los servicios del Estado, es la fuente de ese “aspiracionismo” tan criticado desde Palacio Nacional. Resulta que las personas aspiramos a vivir con dignidad, pero como esta no será proporcionada por el Estado, la gente procurará, en cuanto le sea posible, provéersela a sí misma, acudiendo a servicios privados de mayor calidad. Prueba de ello son todos esos políticos y gobernantes que en cuanto tuvieron acceso a las arcas de la nación, han traicionado el discurso de austeridad y caído en las críticas que hacían a sus predecesores.
La desigualdad empieza justo cuando aplicamos aquél terrible axioma “como te ven, te tratan”. Es ahí donde efectivamente, se han perdido los valores en la sociedad, pues al no tratar con dignidad a las personas, empezamos a nutrir la desesperanza, la frustración y la vergüenza, que al acumularse en el tiempo, generan tanto resentimiento social y que derivan en violencia.
Antes de criticar o culpar a quienes son fieles al partido en el poder por la política pública que vivimos, necesitamos pensar en la realidad histórica que han vivido. Desde la posición del privilegio, es fácil juzgar la ignorancia y la búsqueda de intereses inmediatos. La responsabilidad de quienes hemos logrado cierta movilidad social, o al menos una vida más cómoda, es luchar con empatía para disolver las asimetrías que lastiman la vida de los menos favorecidos.
Una verdadera política pública que combata la pobreza y la desigualdad, parte de dignificar la vida común. En países que reportan mayor calidad de vida para la ciudadanía y niveles de paz social más elevados, ofrecen servicios eficientes, limpios, dignos e incluyentes, tanto en escuelas y universidades, como en transporte, hospitales y lugares de esparcimiento públicos, de tal suerte que ricos y pobres conviven y disfrutan estos espacios en igualdad. lo que les permite reconocerse mutuamente como seres valiosos sin importar la cantidad de dinero que traigan en sus bolsillos o sus preferencias o posturas políticas.
Tristemente, en nuestro país, sigue resonando continuamente el “no somos iguales”, un mantra que lo único que hace, es seguir desconociendo la igualdad en dignidad que tenemos todos los mexicanos y acrecentando nuestras brechas.
La unidad de los mexicanos, no se recuperará convenciendo al otro que está equivocado, sino reconociendo en él, valía y dignidad igual a la nuestra. Solo ahí es donde podremos abrir mentes y corazones para verdaderamente dialogar, sanar las heridas de la humillación y discriminación que históricamente ha sufrido una enorme parte de la población y encontrar vías para crear una vida común digna, incluyente y próspera para todos y todas, donde todos seamos iguales.