En una mesa de análisis y opinión, el periodista Rafael Cortés lanzó una pregunta: ¿qué ha faltado para que Michoacán despegue?, considerando todo el potencial que tenemos, incluido un puerto logísticamente estratégico y altamente atractivo para la conexión Asia-México-Estados Unidos.
A quemarropa, sin necesidad de sumergirse en las profundidades del pensamiento, le respondí que yo veía, al menos, dos elementos que han sido brutalmente perjudiciales y demoledores para nuestra entidad. Elementos que, trágicamente, se han acentuado en los últimos lustros.
Uno de esos factores ha sido el posicionamiento, crecimiento y consolidación de grupos criminales, contra los cuales Michoacán no ha logrado encontrar todavía la receta que le permita contenerlos, -ya no digamos arrinconarlos-, y por el contrario, tienen al estado sometido y contra las cuerdas permanentemente.
Cierto, hoy no estamos en aquella época de convulsión, donde un grupo hegemónico había tomado el control prácticamente de todos los territorios del estado. Hoy lo que vemos es una atomización de los grupos peleando por el control de las plazas, pero no todavía a una organización dominante, como era el caso de La Familia Michoacana, después Caballeros Templarios, entre los años 2006 al 2014.
Ese dominio le permitió a ese grupo amasar una capacidad logística, económica y de fuego tal, que si se lo proponía incendiaban no solo vehículos de empresas o de particulares, sino también gasolinerías o empacadoras de aguacate y limón, como una forma de control, generando una desestabilización en la cadena de producción de ambos cultivos donde nuestra entidad sigue, pese a todo, siendo líder y referente.
Eran los amos y señores. Imponían su ley a través de ejecuciones públicas, no solo de civiles, sino también de mandos policiacos y alcaldes, y las decapitaciones y mutilaciones estaban a la orden del día. Recordemos, solo por citar unos ejemplos, el episodio de los decapitados en un bar de Uruapan –hecho que inspiro, incluso, una escena de la película de El Infierno, donde se retrata la crudeza de la violencia del narcotráfico- o los granadazos en el centro de Morelia contra civiles inocentes, o el asesinato de 12 agentes federales, cuyos cuerpos fueron dejados a un costado de la autopista Siglo XXI, con un desafío al Estado mexicano, escrito en cartulina por los criminales: “vengan por más, los estamos esperando”.
Hoy vivimos una situación también difícil, aunque todavía no comparada con aquel momento. Es un problema que no nos hemos podido sacudir y Estados Unidos sigue teniendo a Michoacán entre sus clientes favoritos al emitir las alertas que lo colocan como uno de los territorios más peligrosos del país, aunque eso no nos guste y aunque no se incluya, por ejemplo, a Guanajuato, que es hoy el campeón en las ejecuciones.
Y el segundo elemento que ha sido altamente perjudicial –exponía yo en esa mesa de análisis-, es el de las movilizaciones de la CNTE y de su semillero, los normalistas, los cuales un día marchan y el otro también por causas o banderas que resultan inagotables, y que les alcanzan para descarrilar hasta por tres meses el sistema ferroviario del país, bloqueando las vías en total impunidad.
Son grupos que han logrado enquistarse y empoderarse al amparo de gobiernos que, hay que decirlo, han alimentado ese poderío al ceder a sus demandas con la justificación de “mantener la gobernabilidad” o, más grave aún, tenerlos a modo y usarlos como botín político, aunque después se salgan de control como históricamente lo hemos visto y, peor aún, seguiremos viendo.
Cintillo
Cuando parecía que el tema comenzaba a quedarse rezagado en la agenda pública, la alianza del PRI, PAN y PRD desempolvaron el expediente de la supuesta intervención del narco en las elecciones del 2021, en al menos siete estados del país: llevaron el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Organización de Estados Americanos (OEA).