Mira si será bueno el trabajo que te pagan por hacerlo.
En la edición anterior conversábamos que en México, tener un trabajo no exenta a nadie de la pobreza. Por el contrario, la idea contraria, pensar que el hecho de que una persona tenga un empleo la descarta de la pobreza, es una ilusión que sólo nos adormece y nos impide ver de cerca nuestra realidad.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala cuatro características del trabajo decente: digno, igualitario, con remuneraciones justas y condiciones laborales seguras.
Un trabajo digno es aquél que permite a una persona garantizar sus necesidades básicas y las de su familia de manera permanente. El trabajo dignifica a la persona cuando le permite apropiarse de su vida pues la puede sustentar por sí mismo, sin depender de las dádivas o subsidios de los demás.
Otro elemento del trabajo digno es su correspondencia con las capacidades y habilidades de los trabajadores. Todos los puestos de trabajo deben ser útiles para la sociedad, y deberían ser ocupados por personas que cuenten con el perfil que mejor se ajusta a las características del empleo. No deberíamos tener más profesionistas ocupando oficios para los cuales están sobre calificados pero que aceptan porque no les quedó de otra.
Ahora, en este mismo tenor de correspondencia, en la medida que la empresa evoluciona y se adapta a los cambios del medio ambiente, debe asumir su responsabilidad en el desarrollo de las nuevas destrezas que se requieren de sus colaboradores. Debe convertirse en un medio de perfeccionamiento de la persona a través de la adquisición de nuevas habilidades, el enfrentamiento de nuevos retos y la ampliación de su visión del mundo.
Pero en México tenemos otro círculo vicioso en relación al trabajo: mano y mente de obra de baja calificación, reciben bajos salarios. Con sueldos bajos, escasamente se logra la subsistencia. Así que el poco tiempo libre, se dedica a una segunda actividad económica para completar los gastos de la vida. En este estado de precariedad, si le hacemos caso a Abraham Maslow, se pospone, a veces indefinidamente, la necesidad de la superación social e intelectual. No es mediocridad, sino que las necesidades básicas siguen sin ser satisfechas. El trabajador queda atrapado en ese nudo mientras que el patrón se mete solito en otro: el de la no capacitación.
El costo de la capacitación es un gasto que las empresas están poco dispuestas a asumir por al menos dos razones. La primera, porque para ver frutos, se requiere de tiempo, orden y constancia – hábitos escasos en muchas organizaciones. La segunda, porque ante la falta de valoración de los trabajadores y las nulas políticas de retención, las empresas tienen una alta rotación de empleados. Así, lejos de capitalizar las habilidades de los trabajadores, consideran que están fortaleciendo a sus competidores, quienes estarán hambrientos de talento calificado para fortalecer su ventaja competitiva.
Por lo anterior, la política pública respecto al combate a la pobreza demanda un redireccionamiento: de los subsidios a la dignificación del empleo y del subempleo al trabajo pleno. Se trata de crear condiciones económicas en el país donde la competitividad laboral no sean los bajos sueldos, sino la alta productividad de los trabajadores. Esta debería ser alcanzada por mano y mente de obra calificadas y no por jornadas de trabajo que consumen la vida de los trabajadores, dejándoles únicamente tiempo para atender sus necesidades básicas: alimentación, higiene y descanso nocturno.
La segunda condición del trabajo digno es que sea compensado de manera justa, dando a cada quien lo que merece según sus contribuciones y sus necesidades. De la misma forma en que un bien o servicio se tasa en un precio de acuerdo al valor que aporta a sus usuarios, el sueldo de un trabajador debe ser proporcional a los beneficios que produce a la sociedad. Así, dejaríamos de convertir en millonarios a estrellas del entretenimiento y en pobres a quienes cultivan los alimentos que nos mantienen vivos. En México en particular, los minisalarios deberían ser ajustados para garantizar realmente la satisfacción mínima de necesidades básica de los individuos y los maxisalarios deberían estar topados, especialmente en servidores públicos.
Además del valor que se aporta a la sociedad, los sueldos deberían considerar el esfuerzo y capacidades distintivas del individuo. Una mayor complejidad del trabajo, demandará habilidades más especializadas y depuradas, cuyo desarrollo se logra con la experiencia, el estudio y muy probablemente, muchas horas de sacrificio de la vida y bienes personales.
En cuestión de remuneraciones, aplicaría muy bien la máxima de que “al que tiene mucho, que nada le sobre y al que tiene poco, que nada le falte”.
Les invito amables lectores a cerrar esta reflexión en la próxima entrega con las dos últimas características del trabajo decente: la igualdad y las condiciones de trabajo seguras. Gracias por seguir leyendo. Les espero.