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Nudos de la vida común. El año de las pérdidas y las ganancias. Segunda parte

El dolor es la ruptura de la cáscara que encierra tu entendimiento

-Kahlil Gibran

 

En este año de pérdidas, las más sensibles sin duda, son las de nuestros seres amados. Quizás fue la separación de esa persona tan importante en nuestros corazones. Quizás fue este virus que ensombreció nuestras vidas. Quizás una enfermedad, un accidente o la terrible violencia que nos aqueja. Quizás tan solo fue el final de una historia.  En cualquier caso, el duelo hace su aparición en nuestras vidas de manera abrupta y nos arrebata el aliento y la alegría.

Hoy, estimados lectores, con respeto y simpatía, quiero invitarles a explorar en este complejo nudo y buscar la luz en la oscuridad de la pérdida de las personas que han dado sentido a nuestra existencia, honrando la huella que hicieron en nuestro espíritu y resignificando nuestra historia juntos.

Por supuesto que es difícil encontrar la ganancia en una ruptura, en la distancia o ante la muerte y lo más probable es que el saldo no sea tan positivo. Pero no buscarla es tanto como negar que aquello que perdimos existió, y que fue tan valioso como para transformar nuestro ADN emocional.

Tal vez nuestra pérdida sea la separación de esa persona que iluminó nuestros días y que se ha ido de nuestro lado persiguiendo su proyecto de vida. O tal vez sea que la pandemia nos exigió una separación física por mucho más tiempo de lo imaginado.  La partida del hijo o de la amiga con quien compartíamos lo cotidiano, con quien las charlas se convertían en resolver el rompecabezas de la vida, baña el espíritu de tristeza. O el no ver a los primos, sobrinos o nietos que nos hacían el día y con quienes manteníamos una dulce complicidad, le abre la puerta a la nostalgia. Estas separaciones  nos dejan una sensación de vacío. Nos deja tiempos y espacios que no encontramos cómo llenar.

Tal vez sea la ruptura de una relación a la cual apostamos nuestro propio proyecto de vida, pero que de pronto las heridas de vida de uno y otro se encontraron y una vez abiertas, el dolor sincronizado hizo difícil sanarlas y terminaron por sangrar aún más.  Una separación de la pareja frecuentemente interpela la validez de nuestra visión de la vida, nuestros anhelos y valores. Cuestiona nuestra capacidad de amar de manera incondicional y asalta nuestra mente tratando de identificar nuestros momentos de ceguera. Por supuesto, nos pone frente al espejo donde preguntamos a nuestras arrugas si al menos somos dignos de ser amados.

Tal vez la muerte, visita siempre desagradable, detuvo nuestra vida en seco, robándonos la oportunidad de hacer más, amar más, perdonar más, dar más de nosotros mismos.  Pone a prueba nuestras creencias sobre lo que sucede después de la muerte y nos invitan a reflexionar sobre nuestra propia vida. Despierta miedos y tristezas que con frecuencia tratamos de ocultar, que sepultamos en nuestra consciencia y que negando que existen, echan fuera de nuestra vida a las personas que aún nos quedan, pero que al no querer mostrarles nuestra vulnerabilidad, tratamos con indiferencia.

Quienes perdimos a un ser querido durante la pandemia, lloramos en soledad nuestra pena. No tuvimos un hombro para llorar ni el abrazo consolador de la familia y de los amigos por las restricciones de sana distancia. Las llamadas y mensajes resultaban la gota de aliento que se inhala con desesperación para seguir respirando. Vivimos un poquito de nuestra propia muerte, en la cita solitaria con el fin de la vida corporal.

Estas pérdidas caminan en las calles, entre nosotros. Siempre lo han hecho, pero ahora con la pandemia se han multiplicado, y al contactar con nuestro propio dolor, nos resultan más evidentes. De ahí la empatía. Y quizás ese es uno de los regalos ocultos de este virus.  Como humanidad nos urge crecer en empatía, y ésta no nace de la racionalización, sino de reconocer en nosotros el sufrimiento del otro.

Cada emoción que sentimos, tiene una función vital en nuestra vida. La tristeza nos visita para traer nuestra atención a nuestra pérdida, para impedirnos evadirla. La tristeza nos llama a reconocer con profundidad qué es lo que perdimos y darle el valor que merece. La tristeza nos empuja a distinguir lo superfluo de lo trascendente, para descubrir que lo primero clama ser soltado, y que lo segundo, nunca lo perdimos.  Podremos perder la presencia de un ser amado, pero jamás su esencia. Dejaremos de escuchar su voz, pero no de sentir su amor.

El dolor también tiene su función. Como señala Khalil Gibrán en la frase que les comparto al inicio, el dolor, si se lo permitimos, rompe esas corazas que vamos creando en nuestros corazones, nuestras mentes y nuestros sentidos. Paradójicamente, hacemos esto para blindarnos contra el dolor mismo, pero lo único que logramos es encapsularlo en un proceso implosivo, nos encerramos en nosotros mismos, creando una barrera que excluye de nuestras vidas a quienes nos aman, que los lastima y que los lleva a la frustración y desesperanza.

Romper la armadura en el corazón en la partida definitiva de un ser querido,  nos puede conducir a darnos cuenta de la infinitud de nuestra capacidad de amar, y en algunas creencias, comprobar que la vida es eterna.  Honrar la vida de quien se ha ido con nuestra propia vida, sana el dolor, y la esperanza de un reencuentro, es un gran aliciente para reconstruirnos y hacer lo que debemos hacer: vivir.

Derribar las barreras mentales que construimos para evadir el dolor en la separación de un amante, puede abrir nuestro entendimiento a que en realidad lo que amábamos eran las expectativas que teníamos sobre el otro, no al otro en sí mismo, y eso, también es una forma de violencia y que quizás ahí nosotros también causamos heridas.  La ganancia puede convertirse en aprender a amar de manera más auténtica, más libre  y más profunda, apreciando a los demás por lo que son, con sus defectos y virtudes, y no por lo que quisiéramos que fueran.

El alcohol, las drogas, la práctica obsesiva de deportes o el consumo imparable de alimentos son aliados engañosos que crean una fortaleza para  proteger nuestros sentidos del dolor que trae la vida. Abrir su puerta, nos puede llevar a experimentar lo que señala Antoine de Saint-Exupéri en El Principito: lo esencial es invisible para los ojos.  Adormecer nuestros sentidos crea una cortina de humo alrededor del dolor, pero también lo hace alrededor de la belleza y la plenitud de la vida.

Permitamos el dolor. Compartamos el dolor. En nuestra vulnerabilidad se crean las conexiones más profundas con quienes nos acompañan en la vida. Justo ahí encontraremos nuestra fuerza, nuestra libertad y la paz. Les deseo, queridos lectores, un año nuevo abiertos a las lecciones que éste nos quiera dar, abrazando cada minuto la vida y el amor, y poniendo lo que a cada uno toca para hacer que nuestra vida común, sea un poco más brillante para todos.

 

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