Nadie es tan pobre que no tenga nada que dar – Dicho popular
La semana pasada conversamos sobre la estructura del gasto público, financiado a través de una carga impositiva sumamente alta para los ciudadanos mexicanos y la inviabilidad de muchos modelos de negocios en nuestro país derivada de la misma.
Hoy les comparto algunas reflexiones sobre los efectos psicológicos que he observado en quienes “no” pagan impuestos. Y empiezo con las empresas.
Una constante de las organizaciones mercantiles es la justificación de que el pago completo de impuestos según marca la ley, anularía cualquier utilidad de la empresa y, con ello, el incentivo para ser un agente de la economía que proporciona satisfactores a las necesidades y deseos humanos y que genera empleos. Mencionan que este pellizco a los ingresos no declarados les permite permanecer en el mercado.
No distraigo su atención, estimado lector, hacia un juicio sobre esta situación, pues hay muchos nudos en esta realidad dadas las condiciones que discutíamos en la columna pasada. En su lugar, quiero alertar sobre el hecho de que la cultura de no declaración de ingresos se permea en la empresa.
De alguna forma, los colaboradores se convierten en espejo de sus superiores, pues las conductas de éstos se impregnan en la organización en un efecto de cascada. Les doy un ejemplo: una vez, durante una sesión de consultoría, el dueño de la empresa me explicaba precisamente que el pago de impuestos estaba estrangulando a su negocio y cómo usaba algunas estrategias para reducir el monto de ingresos declarados. Al salir de su oficina, pasé junto a la caja de la sucursal. La cajera se encontraba capacitando a una nueva colaboradora y justo en ese momento, le explicaba cómo hacer para que el corte del día saliera un poco menor a lo real. Su justificación era la siguiente: “si un día el corte no cuadra, se te descontará la diferencia, y para eso necesitas ir haciendo un guardadito para que no se te desequilibre tu quincena”. La cultura de la simulación se había institucionalizado en esta empresa.
Exploremos ahora lo que pasa con las contribuciones de los trabajadores. En esta estructura progresiva de impuestos, trabajadores con salarios inferiores a $5300 mensuales se encuentran exentos del pago tributario. Si tenemos en cuenta que a finales de 2019 el sueldo promedio del trabajador mexicano era de $6000 por mes[1], podemos ver que la mayor parte de los mexicanos no contribuyen al gasto público por el concepto de ingresos. Esto es un acto de subsidiariedad y justicia: quien gane más que pague más; quien gane menos, que pague menos. Sin embargo, el mensaje subconsciente no es de solidaridad, sino que el trabajador no tiene nada que dar. Se reafirma a la persona en la pobreza, tanto para dar como para recibir.
Más aún. Los trabajadores que ganan menos de $400,000 pesos anuales, no tienen obligación de presentar declaración anual de ingresos. Esto se hace como una razonable facilidad administrativa para el contribuyente. El problema es que omitir este paso se entiende como “yo no gano lo suficiente, yo no pago impuestos”. Independientemente del monto de impuestos pagados, el contribuyente no toma consciencia de su aportación económica ni ciudadana al país.
Muy lejos de que esta estructura de impuestos sea apreciada como una práctica solidaria entre los mexicanos, es vista como una revancha hacia una presunta injusticia social. Esta idea no contribuye en nada a la construcción de una sociedad más igualitaria, pues el que no paga impuestos se siente incapaz de contribuir y de exigir servicios públicos de calidad, y el que sí paga, se siente no recompensado en su esfuerzo. Ambos víctimas, ambos resentidos.
No obstante, como habíamos comentado en la edición pasada, la idea de que alguien no paga impuestos es una falacia. Todos los mexicanos pagamos impuestos cada vez que consumimos algo, pero no somos conscientes de ello. Hagamos un poco de historia. En México se aprobó la ley de Impuesto al Valor Agregado en 1978, pero fue ejecutada hasta 1980. Durante ese periodo se hicieron campañas de información a la ciudadanía sobre el nuevo impuesto, que tomaba el lugar del impuesto sobre ingresos mercantiles.
Los primeros meses de aplicación del impuesto hubo descontento por parte de la población. Curiosamente, esto fue no por el monto que implicaba ni por la inflación que generó, sino porque este impuesto se agregaba a sus compras al momento de pagar, generando incertidumbre al consumidor sobre el monto total de sus compras. Y aquí hubo una jugada magistral de los legisladores: el precio mostrado al consumidor debía ya incluir el IVA. Una medida que reconocía el bajo nivel educativo y cultural del mexicano, que apostó por nuestra incapacidad de salir del mismo.
En ese momento, los consumidores dejamos de hacer el ejercicio mental de calcular el monto del impuesto y con ello del precio total a pagar por los bienes adquiridos. Pero peor aún, también dejamos de ser conscientes de que contribuimos con ese dinero al gasto público y con ello, de nuestro derecho a exigir transparencia y justicia en su aplicación.
Dejemos de jugar a la evasión fiscal y a excluirnos socialmente por ser incapaces de dar. Todos estamos contribuyendo al gasto del país. Nadie está recibiendo una limosna a través de programas sociales como son la educación, la salud, la atención a adultos mayores y las mejoras a las comunidades. Si en cada ingreso que ganamos y en cada gasto que hacemos ponemos atención a la cantidad de dinero con la cual sostenemos al aparato que nos gobierna, caeremos en cuenta de la calidad de vida común que estamos recibiendo a cambio. Así como demandamos cierta calidad por el precio que pagamos en nuestras compras, de la misma manera necesitamos empoderarnos para exigir servicios gubernamentales dignos y una administración pública libre de corrupción.
[1] https://idconline.mx/laboral/2019/10/15/trabajadores-mexicanos-ganan-en-promedio-6-000-mensuales