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Eso que llaman culto a la personalidad

 

En estos días en que la sombra ominosa de la pandemia nos aísla, nos oprime, nos dificulta pensar en otra cosa y nos hace temer por el futuro, no está mal echar una mirada a uno de los fenómenos emblemáticos del siglo XX, eso que se conoce como culto a la personalidad.

Aunque la deificación de los monarcas o el culto cuasi religioso a los caudillos son muy antiguos -desde los faraones egipcios o los emperadores romanos-, la expresión de culto a la personalidad se volvió común a partir de 1956, cuando el líder soviético Nikita Jrushev denunció, en el XX Congreso del Partido Comunista soviético, los ¨crímenes de Stalin”, muerto tres años antes. Sería muy largo mencionar escuetamente los crímenes atroces del dictador soviético, dueño del poder absoluto por 30 años. Lo que importa destacar aquí es cómo un hombre tosco, torvo e inculto, aunque muy astuto y sin escrúpulos, logró hacerse obedecer por la élite gobernante y luego adorar por millones de personas que veían en él al dador de todos los bienes, justificaban sus crímenes y lo colmaban de elogios grandilocuentes y grotescos. A Stalin le llamaban, por ejemplo: “Padre de los Pueblos”, “Profeta, apóstol y maestro” y “El Hombre de Ciencia más Grande de todos los Tiempos”.

Otro ejemplo muy conocido de adoración al líder fue el de Hitler. Un hombre mediocre pero ferviente, logró hacerse del poder absoluto en una de las naciones más cultas del mundo, hasta llevar a Alemania a la guerra y el desastre. Pero antes se ganó expresiones laudatorias como éstas: “Todos sienten y saben que él tiene siempre razón y siempre la tendrá. Al Führer tenéis que agradecer cuanto poseéis: el empleo, el sueldo, el cielo azul que os cobija y la vida en general” (Rudolf Hess); “Hay algo indescriptible y casi inconcebible alrededor de este hombre único, y el que no lo admita no llegará jamás a explicar la fuerza moral de Hitler” (Hermann Göring); “Hitler es la más grande entre las personalidades que hoy hacen historia” (Joseph Goebbels).

Francisco Franco, contemporáneo y simpatizante de Hitler, también fomentó el culto a su liderazgo personal. Adoptó oficialmente el título de Caudillo y se le reconocía como “Salvador de España”. El grado de general le quedaba corto y se hacía llamar Generalísimo. Sus cortesanos elogiaban su inteligencia, voluntad, justicia, así como su austeridad. Defensor de la fe cristiana como pocos, le llamaban “Cruzado de Occidente”. Las monedas españolas lucían en una de sus caras la efigie de Franco circundada por la leyenda: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

Fidel Castro, epígono de Stalin en varios sentidos, tuvo el cuidado de prohibir oficialmente el “culto a la personalidad”. De ahí que no se le construyeran estatuas. No obstante, en casi medio siglo de poder absoluto su presencia en la vida pública era (y es) abrumadora. Su figura y nombre aparecían todos los días en la prensa, la televisión, en oficinas, calles, escuelas y hospitales. Dos generaciones de cubanos aprendieron desde niños a agradecer a Fidel lo poco que tenían, desde el servicio médico hasta la receta de los helados. Y a no culparlo nunca de las penurias cotidianas. Castro hablaba de todo, porque todo lo sabía.

Leónidas Trujillo, el caudillo de la República Dominicana que retuvo el poder por 30 años, también se rodeó de una corte de aduladores y una masa de súbditos que, crédulos o resignados, le aplaudían todo. Trujillo también portaba el grado de Generalísimo, y sus cortesanos se dirigían a él como Su Excelencia. Inclusive la capital dominicana, Santo Domingo, cambió su nombre por el de Ciudad Trujillo.

En el lejano oriente hubo dos casos extremos de culto a la personalidad: el de Mao en China y el de Kim Il-Sung en Corea del Norte (y del segundo sigue imperando su progenie). Se les adoró y temió como a los dioses más poderosos. Sus escritos se convirtieron en La Palabra que todos los súbditos tenían que memorizar y repetir, y su imagen ocupaba todos los espacios públicos.

Cabe preguntarse qué lleva a los pueblos a postrarse ante caudillos totalitarios. Hanna Arendt plantea una tesis de inquietante actualidad: “El sujeto ideal para un gobierno totalitario no es el nazi convencido, ni el comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción, y la distinción entre lo verdadero y lo falso, han dejado de existir”.

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